miércoles, 26 de octubre de 2011

S

El mundo está plagado de gente que te hace perder el tiempo. Lo sé. Todos lo sabemos. Gente que te hace querer olvidar el número par, que no te llena ni te aporta nada que, simplemente, te sobra. El mundo está lleno de mucha gente y de muy pocas personas y sólo con el tiempo empiezo a darme cuenta. Hoy me acordé de algunas personas, de algunas de esas que se quedan para siempre en tu cuerpo, ya no sólo en tu memoria. Se quedan en tu cuerpo porque a veces, sin conprenderlo muy bien, las sientes. Vienen a ti por un recuerdo, una sensación, un olor, una sonrisa y vuelves a sentirlas tanto como cuando estaban realmente contigo. Son ellas, las protagonistas eternas de historias que contarás delante de una caña en un bar o tumbada en la cama de tu habitación con unas amigas. Historias olvidadas en cierta forma en un cajón, pero que siempre estarán contigo si quieres revivirlas.
En mi camino he perdido a muchas de esas personas. Y a una de ellas hoy la echo especialmente de menos, sin saber muy bien por qué. Hoy echo de menos París con tu risa, Strasburgo con tu ropa mojada y tu perfume entremezclado con el olor del frío de Madrid.

martes, 20 de septiembre de 2011

Una sala de cine (Parte 1)


¿Sabes? He vuelto allí, a ese cine antiguo. Quizás no sea de época, pero definitivamente tampoco es muy moderno. Y la sala está vacía. Me siento y espero. Ni si quiera veo la película, solo espero. Vuelvo a ese sitio en que un día te quise y espero a que ese sentimiento vuelva. Espero tanto que el revisor tiene que invitarme disimuladamente a irme cuando los créditos terminan. Pero no he vuelto a sentirlo. Y soy idiota, lo sé, porque en el fondo fui allí a buscarte. Y me acuerdo entonces del día que tuviste que salir corriendo de la sala porque estabas mal; no he olvidado ese miedo, miedo a hacerte daño. Yo nunca quise hacerte daño. Abro la puerta y tiro la entrada; aún conservo todas las demás pero esta no la quiero, en esta no habrá un buen recuerdo tuyo como en todos esos trozos de papel. No quiero irme, pero miro aquella sala vacía y ya no nos veo. Agarro con fuerza la puerta. Frustración, mi peor enemiga. La suelto de golpe y me da la impresión de que mientras va desde mi mano hasta el marco, la sala se llena con todos mis recuerdos de las dos, con todos los buenos momentos, y yo me llevo su vacío, su añoranza, su falso y viejo esplendor de cine olvidado.

lunes, 29 de agosto de 2011

Nunca me abandones

Llevo media hora tirada en la cama, pensando. Hace un rato acabé el libro de igual título que esta entrada. Y ese es el causante de mi media hora reflexionando. Y vale, si, con alguna que otra lagrimilla. Lo curioso es que más que el libro en sí (sobra decir que me encantó) y sobre todo el final, lo que me tiene aquí mirando el techo y pensando es otra parte de la historia. Pienso en ese pasaje en que Kathy H. le explica a Madame lo que realmente pasaba por su cabeza cuando la vio aquel día, años atrás y en plena infancia, abrazada fuertemente a un cojín con los ojos cerrados y bailando, mientras de fondo sonaba “Oh baby baby, nunca me abandones…” Pienso en la contestación de Madame al saber qué significaba aquella escena para la niña, dado que para ella evocaba unos sentimientos totalmente diferentes. Pienso, por tanto, en la posibilidad de que en el fondo cada uno de nosotros tengamos nuestro propio cojín; ese al que nos aferramos con fuerza con una expresión anhelante mientras bailamos “oh baby baby, nunca me abandones”. Tal vez eso que abrazamos pertenece a nuestro pasado, o a un futuro soñado por nosotros… tal vez sea algo real, factible o algo imposible… tal vez sea alguien, sea un sentimiento, un recuerdo, un lugar, una situación… Pero creo sin duda después de acabar el libro que todos tenemos nuestro cojín. Yo desde luego sé que tengo el mío y sé cuál es. ¿Y tú?

sábado, 27 de agosto de 2011

La Noria

La primera vez que me subí a una noria, tenía ocho o nueve años. Me refiero no a una versión reducida para niños sino a una de las grandes, de las de verdad. Y me encantó. Aquel día sentí por primera vez la clase de adrenalina que solo te proporciona la altura y la velocidad; esa que volvería a buscar tantas veces en mi vida. Y ese es el mayor recuerdo que conservo de aquella primera travesía en la noria.

La segunda vez la vi desde lejos entre edificios de mi ciudad y enseguida quise ir, sobre todo, para recuperar la sensación que el recuerdo de aquella primera vez me había dejado marcada. Tenía once años. Pero esta vez, por raro que pueda parecer dado lo bien que lo pasé en ese primer viaje, tuve miedo. Pero no por lo que se pueda pensar. Una vez subida, mientras miraba lo pequeña que parecía mi ciudad desde arriba, mientras tenía esa sensación de que en cualquier momento me echaría a volar; me dio miedo que el viaje acabara y tuviera que volver a mi realidad, a la superficie. Me di cuenta de que allá arriba, girando, alejada de los problemas que había abajo, me sentía feliz. Me dio miedo ser más feliz en el aire, rodeada de sueños y sensaciones creadas por mi mente, que en mi propia vida.

Tal vez por eso tardé tanto en volver a subirme a esa atracción. Y de hecho, cada verano en las fiestas me quedaba debajo mirándola y haciendo una lista mental de pros y contras por la que debería o no montar. Parecerá una tontería, pero cada año se convertía en una decisión importante… y cada año ganaban los contras…

Hasta que llegó ella, habían pasado siete años desde la última vez que veía Pontevedra desde arriba, desde que subir o no a la noria era una decisión que me llevaba varios minutos de reflexión. Pero ese año no lo dudé, me preguntó si quería subir y contra todo pronóstico ni me lo pensé. Subimos a la pequeña cabina, se sentó delante de mí, y durante unos segundos noté como se balanceaba el aparato. Ya no era tan pequeña y esa vez me fijé en lo poco segura que parecía aquella noria en realidad. Pero eso solo duró unos segundos. En cuanto cerraron la puertecita la miré a ella, y ya fue lo único que vi en todo el viaje, no miré hacia la pequeña ciudad iluminada, ni hacia nuestros amigos que esperaban abajo, solo estaba ella. En esa noria me di cuenta de que estaba enamorada de ella. Y nunca he vuelto a tener tanta ilusión como aquella noche, nunca. No le dije nada aquella noche, ni creo que se diera cuenta de que solo la miraba a ella. Nunca le conté esta historia, ni a nadie, pero en el fondo sé que lo sabía, porque su forma de agarrarme la mano para ayudarme a salir cuando el viaje terminó, ya no era igual. Y mis miedos se habían quedado esparcidos por el aire en esa noche de verano.

Con el paso del tiempo, cada año, subía con ella a la noria, solo una vez, para recordar aquella primera. Se convirtió para nosotras en una especie de tradición durante siete años, el tiempo que estuvimos juntas. Ella se sentaba delante de mí y nunca nos tocábamos ni decíamos nada, permanecíamos como aquella noche. Y luego, al salir volvía a cogerme suavemente la mano.

Han pasado cinco años desde la última vez que estuvimos juntas en una noria. Hace cinco años que no la veo. Pero cada verano vuelvo a sentarme en la Noria. Y puedo decir que, ahora que no está, es el sitio en el que la siento más cerca. Probablemente siempre la echaré de menos pero cada vez que giro en una de esas pequeñas cabinas rasgando el cielo de la ciudad, la veo allí, veo su sonrisa, en la noria la siento conmigo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Objetos de valor

Mis pies descalzos se deslizan por el parqué. Entro en la habitación evitando, por poco, chocar con la puerta. Sonrío ante mi propia torpeza. Sonrío ante la esperanza de que lo que vengo a buscar esté en ese armario. Abro la puerta y suspiro... Si está ahí, no va a ser fácil encontrarlo. Pero ¿y si no está? Me muevo antes de permitir que la posible respuesta a esa pregunta me alcance. Me subo a un cajón para llegar al estante superior, porque sí, soy baja. Y añado esto porque sé que esta sería una de esas situaciones que cierta persona utilizaría para meterse conmigo. La persona cuyo regalo he venido a ese armario a buscar. Y, aunque con ese pensamiento parece completarse un círculo, lo cierto, es que el regalo no está ahí.
Me quedo delante del armario revuelto, tras haber comprobado que no está ahí, en ningún rincón. Me siento frustrada, tal vez hasta decepcionada conmigo misma. Lo que he perdido no es algo caro, no es algo precioso, ni es algo que le importe a nadie más que a mí. Pero no estoy decepcionada porque algo con estas características pueda importarme tanto, sino por haberlo perdido.
Me siento en el suelo delante del armario abierto, y me doy cuenta en ese instante de que tengo algo en la mano derecha que no es lo que estaba buscando. Es una bola; no una de billar, ni una canica, ni una pelota... una bola de Navidad. Pero no es de las que se agitan para que la nieve envuelva un precioso decorado, sino de las que se cuelgan en los árboles como adorno. Y tampoco es cara, ni tiene nada que aparentemente la distinga de otras, ni es demasiado bonita, ni la conseguí de forma especial. Pero es probablemente parte del mejor regalo que he hecho nunca. Lo que distingue ese adorno de cualquier otro de los que pueda tener en mi casa en Navidad, es que ese encierra una historia. Y para mí, los objetos más valiosos son los que tienen una historia detrás.
Guardé la bola en su sitio, dándome cuenta de que nunca llegaré a colgarla en ningún árbol. Cerré la puerta del armario y me senté a escribir esto, a rememorar aquella historia.

viernes, 5 de agosto de 2011

El papel de tu vida

Escuché como sus tacones se alejaban en la acera. Se iba sí, pero no se marchaba sola. Aunque creo que en el fondo siempre estará sola.

Noté una mano rozándome la espalda y me senté junto a mi mejor amiga.

- No entiendo por qué siempre se me dio tan mal interpretar ese papel.

- ¿Qué papel?

- El del personaje que triunfa, el de alguien a quien el mundo le devuelve lo que da, para quien la vida es un paseo y no una lucha constante.

- Tal vez ese no es nuestro papel… Es más, nadie dijo que el personaje que triunfa sea el más feliz de la película.

Sonreí en la sombra de aquel portal. Y me di cuenta de que ella era, probablemente, la amiga que siempre deseé tener.

- Tienes razón.

- Y tal vez nosotras seamos más felices en nuestra mediocridad. Sobre todo, porque no nos engañamos a nosotras mismas.

lunes, 1 de agosto de 2011

Querida Cordura:

Hoy te de digo adiós. Tú me has traído hasta aquí y no me gusta nada donde estoy, así que nuestra relación termina aquí.

Se acabó el darte demasiada importancia, el ser cuidadosamente detallista, reconfortante, leal, siempre pendiente de tratar bien todo y a todos… En definitiva, se acabó todo sentimiento emanado de nuestra relación.

Nadie parece valorarte, ¿por qué iba a hacerlo yo? ¿Por qué pensarse diferente en un mundo de masas? Y sobre todo, ¿para qué hacerlo cuando eso te guía hasta aquí? Sobre todo cuando ya soy diferente en aspectos que a ojos ajenos me etiquetan.
Incluso ahora me fallan las palabras y me cuesta encontrar los sinónimos que busco. ¿No lo entiendes? Eso a mí no me pasa… no habitualmente. Quizás hoy lo habitual se convierta en pasado, quizás hoy de verdad te diga adiós.

Desde fuera parece más divertido no tenerte, menos doloroso incluso. Sin ti casi todo el mundo parece alcanzar ese estado de aparente comodidad en la apariencia, de felicidad despreocupada. Y créeme, ¡hay tantos que viven sin ti! Y no les va mal. Viven su vida a su modo, quizás menos razonables, menos sinceros, menos fieles a sí mismos y a los demás… pero parecen más enteros, menos rotos. Rotos. Ojalá nunca me hubiera roto yo. Pero sin duda este año, esta gente, son la prueba de fuego definitiva…. Y no pueden pasar más cosas… No es posible. Ni yo puedo sentirme más decepcionada contigo. Quizás por eso aprenda desde hoy a callarme más las cosas, a no soñar con tanta magia e intensidad, a no decir en serio todo lo que digo… Porque yo sí decía en serio todo lo que dije durante todo este tiempo que me has acompañado. Yo sí lo dije en serio.
Pero dicen que nunca es tarde si la dicha es buena y, sin ti, no sabré distinguir si lo es o no; simplemente tal vez me tome este tiempo para cambiar. Tal vez hoy, de nuevo, vuelva a ser impar.

Y si eso ocurre y el momento llega retumbarán en mi cabeza esas palabras que, cual protagonista de serie adolescente americana, siempre quise pronunciar: “We are over, baby”

viernes, 24 de junio de 2011

En una noche como aquella

No sé muy bien si ayer tras saltar sobre la hoguera, dejamos atrás los malos espíritus o si estos seguirán con nosotros durante mucho más tiempo del que creíamos, como el olor a humo pegado hasta en la piel.
No sé si te vislumbré en una noche estrellada, como la de ayer, o si fuiste tan solo un producto de lo que siempre quise que fueras. Tal vez te dije demasiado, aunque demasiado a menudo me preguntaré si dije suficiente. Cualquier respuesta posible se quemó ayer y, reducida a cenizas, yo aún la sentía viva, latente ente nosotras, entre unas mantas en la arena en una noche como aquella. Pero una vez quemada comprendí que nunca sabré realmente si esa fue la decisión correcta. Tu decisión. Me apetece recalcar que no la tomé yo, que nunca fui yo, al principio o al final la que dijo “se acabó”. Esas palabras no salieron ayer de tu boca, ni falta que hace. Pero estaban en mi mente, ante la falta de coherencia de una no relación que de seguir así nos llevaría a una no amistad.
En una noche como aquella, de magia, de sueños, de palabras que se mezclan con el agua que no llegamos a tocar, me di cuenta de que, al quemar esa carta, entre otras muchas cosas, te decía adiós. Y con ella, a muchos de nuestros sueños. Pero quizás esa sea la magia de San Juan, algunos sueños se queman y otros surgen de esas cenizas. Renovarse o morir. Sobre todo cuando lo que hay no te hace ningún bien.
En una noche como aquella, también compartí contigo principal aunque no exclusivamente, muchos momentos, y prometo que no lo dejé perdidos o enterrados en la playa. Prometo que también ellos volvieron conmigo a casa, como los kilos de arena en mis zapatos.
Y si de las grandes noches te esperas grandes momentos… cuando llegan te das cuenta de que son los pequeños los que recordarás: como no encontrar a la gente al llegar, una mirada de cierta personilla, un paseo por la orilla, tú tapándome con toallas para que no pasara frío aunque estabas congelada y te hacían más falta a ti. Pero creo que en este caso, todos los recuerdos de una noche como aquella pueden resumirse en una frase, “nos lo debíamos”.
En noches como aquella, el ser impar es un sentimiento secundario, una soledad compartida, apreciada, no del todo real y no constante.

domingo, 12 de junio de 2011

Inspiración

¿Dónde estás ahora? ¿Por qué te has ido? Ya no puedo verte; te busco y no estás, me callo pero no te oigo, sonrío a veces pero lo hago sola.
Antes siempre ibas conmigo, éramos una, jamás me dejabas; miraba a mi lado y estabas, te llamaba y me abrazabas.
Jamás me diste las cosas hechas, pero me ayudaste a hacerlas, me dabas fe, me hacías creer en un futuro. Futuro. Ya no hay futuro. Sin ti jamás llegaré a nada, jamás podré volver a coordinar las palabras para que no solo tengan sentido si no que además digan algo, jamás tendré ideas sobre las que escribir, jamás sabré cuando debo usar uno u otro término, jamás volveré a escribir.
Me había acostumbrado a vivir contigo. Te había jurado amor eterno, porque siempre te quise, desde que estábamos juntas, desde que era pequeña. Aún recuerdo aquella noche en que me enseñaste el camino y la forma de recorrerlo, aún recuerdo aquel cambio tremendo. No sé qué lo motivó, pero apareciste y gracias a ti dejé de escribir simples hechos subjetivos, inconexos y carentes de significado y empecé a escribir lo que sentía, empecé a construir mi propio mundo de fantasía.
Creo que si no fuera por ti no habría llegado a entenderme a mí misma. Me habría ahogado en mis propios sentimientos sin llegar nunca a saber lo que había pasado realmente. ¡Hemos compartido tantas cosas! ¡Has pasado tantas noches a mi lado! ¡Has presenciado tantas lágrimas, tantos secretos, tantas decepciones, tantos deseos, sueños e ideales!
La primera pregunta que me viene a la cabeza es: ¿cómo sería yo si nunca te hubiera conocido? Y respondo sincera y espontáneamente que sin ti yo no habría aguantado, me habría quedado en el camino. No habría un yo.
Eres la única que nunca me ha fallado. La única que permaneció a mi lado durante todos estos años, la que me ha visto crecer. Tú conoces mejor que nadie lo que pienso, lo que me hace reír, lo que me hace llorar. Contigo nunca tuve que fingir, era yo misma al cien por cien las veinticuatro horas. No pienso rendirme. No pienso vivir sin ti. Sigo buscándote. Te busco en los ojos de la gente, en cada libro que leo, en mi cama, en cada amanecer, en la música, en mi alma. Sé que tienes que estar en algún sitio, esperando a que te encuentre.
¿Te acuerdas de aquellas palabras que me susurrabas al oído para que durmiera? Solo aquello conseguía calmarme… Ya no estás, ya no hay palabras, por eso desde que te fuiste apenas consigo dormir.
¿Cuándo te perdí? ¿Cómo? Tal vez fue entre copa y copa, o cuando agaché la mirada una vez más. Quizás fue cuando me rompí el alma o cuando volví a decir esa puta palabra. Puede que fuera cuando no me atreví a hablar, a defenderme o cuando mandé aquel estúpido mensaje.
Cuando me sentaba a escribir, a construir ese mundo irreal siempre creía que estábamos huyendo y me repetías una y otra vez que no huíamos, que tan solo buscábamos nuestro lugar en el mundo.

Fueron los días más felices para mí

Salí de casa con la seguridad de que prácticamente todo estaba bien. No había ningún problema grave ni nada fuera de lo normal. Mis padres habían aceptado eso que tanto me había costado decirles y yo me había sacado un gran peso de encima. Aún no sabía que más adelante aparecerían otros problemas que nada tenían que ver con eso. Pero en ese momento, me sentía bien, a gusto y tranquila con respecto a mi familia.

Llegué al portal y nos sentamos en el suelo, fuera. Intercambiamos los regalos, por tu parte una taza amarilla con una sonrisa. Me pareció perfecto, para mí tú eras eso, felicidad. Veía por delante un millón de historias por compartir y un millón de posibilidades. Me había adaptado a Santiago, aunque te echaba de menos; pero esperaba con impaciencia a que el verano llegara para poder compartirte con los rayos del sol. Aún soñaba con dejarte ser la primera que leyese el final de mi libro y con convertir ese momento en un ritual en el futuro. Aún no te había fallado ni me habías fallado. Aún no tenía que sentirme culpable por lo que hice, porque ese momento aún no había llegado, ni estuvo nunca en mi cabeza. Aún tenía una fe ciega en ti y en mis amigos, sin pensar que te rendirías, que tal vez dejarías de quererme, que sería para ti un número en una lista. Tampoco pensaba entonces que a quienes consideraba mis amigos me fallarían también, algunos por ausencia permanente, otros por ausencia premeditada y puntual. Aún soñaba con esa primera noche juntas, con ese primer fin de año, esa noche en una playa en San Juan y con nuestros respectivos cumpleaños, sin saber que aquellos momentos perderían su magia con el tiempo por tus palabras, sin saber que algunos ni siquiera llegarían a ser reales. Aún no me habías decepcionado. Aún encontraba congruencia en tus palabras y actos.

Cuando aún creía en ti, en ellos, en alguien. Cuando pensaba que lo único que necesitabas era alguien que te quisiera de verdad, que se preocupara por ti cuando los demás no lo hacían, que te dejara disfrutar de los buenos momentos y estuviera a tu lado en los malos.

Mientras abría aquel regalo me temblaban las manos. No lo recuerdo, pero estoy segura. Porque en aquella época me hacía ilusión cada gesto tuyo, porque tu mera presencia me ponía nerviosa. Mientras abría aquel regalo, sonreía.

Nunca pensé que todo aquello se pudiera llegar a borrar.

Porque fueron los días más felices para mí.

viernes, 3 de junio de 2011

Vive

Vive. Respira. Deja que el tiempo te atrape sin sentirte atrapado. Canta a todo pulmón y déjame escucharlo. Y escuchar tus carcajadas desde la otra punta de la casa. Conserva los buenos recuerdos, no los idealices, no es necesario, porque habrá otros y quizás incluso mejores. Escribe, sin miedo, sinceramente, por ti y no por los demás. Porque como dice una de esas canciones que tanto veneras “existir es sentir, aquí sentir es escribir”; o al menos así es en esta casa.
Afronta la vida sabiendo que te hará daño en repetidas ocasiones, pero aprende de ello para que al menos esa ocasión no se repita. Ten en mente que la vida a veces es una mierda, pero quizás es la mejor mierda que podría habernos pasado; es irrepetible, es inigualable, es indescriptible. Pero nos pasaremos los días intentando describirla con palabras, tú con tu rap y yo con mis frases sin música aunque espero que con algo de armonía.
Pero sobre todo tennos en mente, “you’ll never walk alone”. Cuando algo vaya mal: piensa, ten paciencia, coge un teléfono, da un abrazo, no te alejes, no te aísles; porque, al menos yo, aquí estaré. Déjame compartir contigo no solo los recuerdos de lo que ya hemos vivido, sino también de los que vendrán. Estuviste en cada día importante de mi vida y quiero que siempre sea así.
Cuando pierdas a alguien a quien querías piensa en lo bueno y en que vivir te da la oportunidad de volver a encontrar gente con la que compartir más buenos momentos, pero también los malos.
Te pido perdón si alguna vez no supe escuchar lo que decías en silencios. Te pido perdón si también yo usé demasiado esos silencios. Haremos borrón y cuenta nueva, sin emborronar lo bueno.
Cree en ti, yo lo hago; diría que con fe ciega pero no es así, porque lo hago precisamente porque puedo ver la clase de persona que eres. Por ello y por un millón de cosas más (pero que no contaré en un blog) tienes mi amor incondicional de hermana. No lo olvides.

lunes, 23 de mayo de 2011

Otra vez impar

Un día me sorprendí pensando que ya no había por qué pensarlo todo tanto. El aire de finales de verano se colaba por mi ventana, abierta al drama, a las risas y emociones, a una serie de catastróficas desdichas… abierta, sin más, a la vida y a lo que ella pudiera traerme o arrebatarme. Esa mañana sin compañía entre las sábanas azules, volví a sentir que ya no estaba sola, que el número dos volvía a tener un hueco en mi vida. Entre el solitario uno y el excesivo tres (son multitud, salvo en lujuriosas excepciones), yo volvía a quedarme con el dos.
Esa mañana de finales de septiembre supe que ella estaba conmigo, aunque igual ni lo sabía aún. ¿Y por qué apresurar las cosas?, pensé. Y el tiempo me daría la razón, poniéndonos a cada uno en su lugar, concediéndonos nuestro momento. De ella y mío, de nadie más. Porque el verbo principal del dos es compartir. Y ya no hablo de cosas simbólicamente sentimentales, ni de compartir la vida, el amor, la felicidad, la paz en el mundo ni el plus del salón. Sino de cosas simples y cotidianas como la cuenta de una cena que nunca quisiste que acabara, o las entradas de una peli que no soportabas pero que fuiste a ver por ella. Porque quizás lo simple y cotidiano era lo mágico. Y solo ahora lo comprendo.
Ese día volví a encontrarme asaltada por ideas imprudentes, por billetes de ida y vuelta a Pontevedra, por escenas sin pudor, por llamadas a las tantas donde había todo por contar y nada que decir, donde presuponer era de vagos, porque yo prefería conocerte. Y vagamente logré hacerlo. Pero sé que fuimos dos y que a veces nos sentí uno… y por desgracia una noche me tentó el tres. Pero eso ya es pasado, tanto o más que el dos que fuimos.
A veces creo que nos faltaron agallas para ser uno de forma prolongada, a veces dudo de que estuviéramos, si quiera, en el mismo código numérico. Pero bueno, también supe siempre que aspirar al dos tenía consecuencias. Número par. Apuesta a todo o nada. Va todo al ganador. Y siempre gana la banca. O el olvido; en nuestro caso, lo vivido. Pero por esos momentos que me hicieron creer que no volvería a ser uno, porque nuestra historia lo exigía (conseguí que fueras mi par gracias a las chorradas que te escribía), para despedirme, te escribí también aquella carta:
http://cartasaneverland.blogspot.com/2011/04/end.html

Meses después me volví a despertar en esa cama, ahora de sábanas blancas. Y sin pena ni gloria, con una cierta sonrisa agridulce de quien tiene la certeza sobre algo, pensé: bueno, otra vez impar.