sábado, 27 de agosto de 2011

La Noria

La primera vez que me subí a una noria, tenía ocho o nueve años. Me refiero no a una versión reducida para niños sino a una de las grandes, de las de verdad. Y me encantó. Aquel día sentí por primera vez la clase de adrenalina que solo te proporciona la altura y la velocidad; esa que volvería a buscar tantas veces en mi vida. Y ese es el mayor recuerdo que conservo de aquella primera travesía en la noria.

La segunda vez la vi desde lejos entre edificios de mi ciudad y enseguida quise ir, sobre todo, para recuperar la sensación que el recuerdo de aquella primera vez me había dejado marcada. Tenía once años. Pero esta vez, por raro que pueda parecer dado lo bien que lo pasé en ese primer viaje, tuve miedo. Pero no por lo que se pueda pensar. Una vez subida, mientras miraba lo pequeña que parecía mi ciudad desde arriba, mientras tenía esa sensación de que en cualquier momento me echaría a volar; me dio miedo que el viaje acabara y tuviera que volver a mi realidad, a la superficie. Me di cuenta de que allá arriba, girando, alejada de los problemas que había abajo, me sentía feliz. Me dio miedo ser más feliz en el aire, rodeada de sueños y sensaciones creadas por mi mente, que en mi propia vida.

Tal vez por eso tardé tanto en volver a subirme a esa atracción. Y de hecho, cada verano en las fiestas me quedaba debajo mirándola y haciendo una lista mental de pros y contras por la que debería o no montar. Parecerá una tontería, pero cada año se convertía en una decisión importante… y cada año ganaban los contras…

Hasta que llegó ella, habían pasado siete años desde la última vez que veía Pontevedra desde arriba, desde que subir o no a la noria era una decisión que me llevaba varios minutos de reflexión. Pero ese año no lo dudé, me preguntó si quería subir y contra todo pronóstico ni me lo pensé. Subimos a la pequeña cabina, se sentó delante de mí, y durante unos segundos noté como se balanceaba el aparato. Ya no era tan pequeña y esa vez me fijé en lo poco segura que parecía aquella noria en realidad. Pero eso solo duró unos segundos. En cuanto cerraron la puertecita la miré a ella, y ya fue lo único que vi en todo el viaje, no miré hacia la pequeña ciudad iluminada, ni hacia nuestros amigos que esperaban abajo, solo estaba ella. En esa noria me di cuenta de que estaba enamorada de ella. Y nunca he vuelto a tener tanta ilusión como aquella noche, nunca. No le dije nada aquella noche, ni creo que se diera cuenta de que solo la miraba a ella. Nunca le conté esta historia, ni a nadie, pero en el fondo sé que lo sabía, porque su forma de agarrarme la mano para ayudarme a salir cuando el viaje terminó, ya no era igual. Y mis miedos se habían quedado esparcidos por el aire en esa noche de verano.

Con el paso del tiempo, cada año, subía con ella a la noria, solo una vez, para recordar aquella primera. Se convirtió para nosotras en una especie de tradición durante siete años, el tiempo que estuvimos juntas. Ella se sentaba delante de mí y nunca nos tocábamos ni decíamos nada, permanecíamos como aquella noche. Y luego, al salir volvía a cogerme suavemente la mano.

Han pasado cinco años desde la última vez que estuvimos juntas en una noria. Hace cinco años que no la veo. Pero cada verano vuelvo a sentarme en la Noria. Y puedo decir que, ahora que no está, es el sitio en el que la siento más cerca. Probablemente siempre la echaré de menos pero cada vez que giro en una de esas pequeñas cabinas rasgando el cielo de la ciudad, la veo allí, veo su sonrisa, en la noria la siento conmigo.

2 comentarios:

  1. Hay cosas y circunstancias q siempre nos recordaran a algo/alguien; yo tengo unas cuantas con las q he de pelear (casi) dia a dia: algunas para bien... y otras para mal. Me ha encantado especialmente esta entrada asi q con tu permiso ye agrego al reader para seguirte.

    ResponderEliminar