A las tres de la mañana he encontrado las
palabras que habíamos perdido; se han juntado con el miedo a decírtelas y con
las ganas que te tengo.
Sigo
cogiendo tus llamadas, sigo leyendo tus mensajes, aunque sea la hora menos
apropiada y el momento más improvisado. Cuando descuelgo el teléfono, cada vez
sin excepción, sigo creyendo que vas a decirme lo que quiero escuchar. Y cuando
cuelgo vuelvo a preguntarme para qué habrás llamado.
No
sé si sabes que al escuchar tu voz sonrío como si me hubiera tocado la lotería,
como si hubiéramos vuelto a ganar la Décima, como si el Orgullo nunca hubiera
acabado en Madrid… Siento los latidos del corazón contra el colchón, el aire me
electrifica la piel y veo a lo lejos las luces de tu sombra; todo en función de
en qué momento me pilles. No sé si notas que cuando me preguntas por mí evito
la respuesta, que tus historias son cada vez más similares, casi como si las
inventaras para tener algo por lo que llamarme. No sé si eres consciente de que
en mis silencios va implícito un reproche, el de lo mucho que me jode el querer
y no poder, el de tenerte a las tres de la mañana pero nunca a las tres de la
tarde.
Dudo
mucho que mis amigas entendiesen la situación o que incluso llegue yo a
entenderla cuando trate de explicármelo dentro de unos años. Mucho me temo
que he vuelto a quererte a escondidas. A las tres de la mañana. Con
la luz apagada y el móvil esperando en la mesilla.
Hay
algo sobre lo que nunca he escrito y sobre lo que nunca te he hablado. Casi
nadie sabe que hace un tiempo creí estar enamorándome de una de mis mejores
amigas. Lo hablé con una de las personas más cercanas a mí, me miró un momento
y me preguntó si hablaba en serio. Reaccionó con una mezcla de pensamientos,
como si por una parte aquello fuera lo último que podría esperarse de mí pero
al mismo tiempo fuese mi paso más natural, el siguiente eslabón hacia la
autodestrucción. Solo ahora creo comprender mi comportamiento: es como si después
de una de tus llamadas hubiese mirado a mi alrededor y hubiese buscado a la chica
más inestable, menos conveniente y más loca después de ti. Pero supongo que en
este caso la realidad no superó a la ficción. Y con el paso del tiempo empecé a
darme cuenta de que sus subidas y bajadas no eran tan mágicas como las de tu
montaña rusa, y que la adrenalina que dejaban a su paso nuestros desencuentros
no era comparable a la de tus labios.
Tengo
la sensación de haber escuchado tu risa en sitios en los que todavía no he
estado. Y a veces creo verte en lugares que sé que jamás pisarías. He llegado
al punto de evitar tu ciudad para no llamarte, de bloquear el teléfono o agotarle la batería para no escucharte; todavía estoy a la espera de una
aplicación que me ayude a no pensar en ti.
Mientras
tanto vivo en un conflicto constante: hay épocas en las que creo que debo besar
mil bocas para volver a la tuya y hay otras en que me propongo no volver a dejar
que una noche, a las tres de la mañana, mis labios vuelvan a caer en tus
trampas. Aunque ahora que lo pienso en la soledad de mi cama, supongo que mi
falsa fortaleza durará tanto como tardes en volver a susurrarme eso de que “las
mejores noches son las que nunca se acaban”.