viernes, 4 de julio de 2014

Reencuentro: Final

La boda de Laura fue nuestro nexo de unión. Yo  decidí volar desde Nueva York para asistir, Ana había vuelto a España el año anterior y, en definitiva, sería la primera vez tras seis años en que nos juntaríamos todas de nuevo. Ese encuentro en el Perk unos días antes de la boda fue el primero. Después quedé  alguna vez con alguna de ellas por separado y hablé con Brenda justo antes de que la ceremonia empezara, pero el siguiente encuentro real, en que pudimos estar solas y más o menos tranquilas no se dio hasta el banquete. Sabia e irónicamente Laura nos había sentado juntas y cerca de la mesa presidencial en la que estaba ella, quizás para ser testigo de algún modo de cómo se desenvolvía la velada.
Volver a Pontevedra me producía sentimientos contrapuestos. Pasear por las calles de la zona vieja, visitar mi colegio, tomarme algo en una terracita, comprobar las cosas que habían cambiado y asegurarme de las que permanecían igual, hacía que me arrepintiera de no haber vuelto antes, de no haber hecho al menos una escapada en todos estos años. Como si de algún modo el miedo a volver a Galicia, a encarar todo lo que había dejado atrás, me hubiera derrotado. Por otra parte, ahora que paseaba con Emily y le enseñaba mi pequeña ciudad, me envolvía también una sensación de victoria, de triunfo, la satisfacción de haber regresado a tu origen habiendo conseguido lo que siempre añoraste.
Pero no nos engañemos; mi mayor reencuentro en Pontevedra no era con la ciudad sino con ellas. Con nadie había dejado tantas conversaciones pendientes, tantos asuntos sin resolver, como con las niñas. Empezando porque tanto mis amigos de la facultad como mi familia sabían cuando me iba, pero ellas no. A eso hay que sumar que no me despidiera, todo lo que pasó con Brenda, las conversaciones posteriores que tuve con el resto, las frases a medias, los reproches silenciosos y las ausencias acumuladas a lo largo de los años.
Pero todo reencuentro es también en cierta forma una despedida. Los recuerdos que un día compartisteis dejan paso a nuevos momentos, oportunidades, experiencias.
Me doy cuenta de que el recuerdo que conservaba del eco de sus voces no es exactamente igual al que ahora escucho mientras las observo. Me despido de él e intento memorizar este nuevo. En vano. Si pasase otros seis años sin verlas volvería a olvidarlo. Las voces de las personas son quizás su rasgo más característico y, sin embargo, paradójicamente es lo primero que olvida la memoria. Olvidar. No creo que exista un verbo más devastador. Te gana la partida incluso antes de empezarla.
Me despido también de la imagen que tenía de ellas. En seis años algunas han cambiado bastante, yo la primera. Ni sus gestos me parecen ya los mismos… Aunque quizás lo sean. Igual soy yo la que no los reconoce; el tiempo puede conseguir trucar tu mente, retocar tus recuerdos. Te la juega sin que te des cuenta.
Pero hay cosas que sí permanecen igual a como tú las conservabas en la memoria: el tacto de Lidia, las miradas cómplices de Ana, el pelo de María, la ironía de Laura y el color de los ojos de Brenda bajo el sol. Recortes de una vida, de nuestras vidas.
Y ahora, aunque soy inmensamente feliz, si alguien me lo plantease volvería sin dudarlo a aquellos años en Santiago. Porque pese a todo lo malo y aunque la estadística nunca ha sido mi fuerte, aquellos fueron con toda probabilidad los mejores años de mi vida. Todo el tiempo libre del mundo que podías invertir en no ir a clase y pasarlo de terraza en terraza con tus amigos ahora me parece casi un sueño.
Quedan muy lejos ya esos pequeños impulsos de entonces que me llevaron por caminos inciertos y a veces erróneos, pero también por los pasajes más maravillosos que he vislumbrado. Y pese a esos impulsos, o por ellos, nunca he sido tan fiel a mi misma como en aquella etapa.
También mi cuerpo ha cambiado. Cambios pequeños y paulatinos, pero me doy cuenta de que ya no salgo hasta las diez de la mañana con la misma frescura que entonces y, desde luego, no con la misma frecuencia.
Si algo caracteriza a mis padres es que nunca han sido de esos con una  lista de restricciones tremenda, esa clase de padres que asfixian a sus hijos para que no cometan los mismos errores que ellos, potenciando así las posibilidades de que eso ocurra. Siempre me han dado banda ancha y me han permitido tomar mis decisiones y por eso les estaré eternamente agradecida. Pero sí que es cierto que aquellos primeros años de completa independencia fueron como un soplo de libertad que me calaría hasta los huesos. No tener que avisar a nadie si de repente surgía un plan improvisado para salir de fiesta un martes, un jueves, un viernes o un lunes. No tener que llamar para decir que te quedas a comer fuera, que vas al cine y llegarás tarde o que has decidido pasar unos días en casa de una amiga. Poder traer a casa a quien querías cuando querías y dormir con quien te diera la gana sin tener que dar explicación alguna. Y, en definitiva, tener mi propio espacio e independencia que me permitieron arrancar la vida y empezar a entenderla de una forma distinta.
Empezar a entender a base de golpes que hay besos que nunca debí dar, otros que nunca podré dar y algunos, los elegidos, que me quemarán para siempre. Comprendí en mayo del 2014, mientras arrastraba la maleta en el aeropuerto, que aquellos besos irían para siempre conmigo.
Y es que mi corazón nunca ha estado tan desprotegido como entonces. Se puede decir que si alguna vez me he tirado a la piscina sin saber si había agua, desde luego fue en aquella época. Ella era mis noches de fiesta pero también mis mañanas de dolorosa resaca, era besos robados sin un ladrón definido, era todo lo que quería y lo que sabía que nunca alcanzaría. Y aunque mi perspectiva de la vida, del amor, de las mujeres y la amistad ha variado un poco desde entonces, ahora que he vuelto me pregunto también si no fue en aquellos años cuando quise de la forma más pura, sin escudos, sin frenos, sabiendo que nunca obtendría nada por ello. Y en cierta forma me despido un poco de esa persona que fui, del ideal que tenía del amor, porque mi fotografía real, mi pareja en la vida, se encuentra ahora a mi lado.
Pero sobre todo en este tipo de reencuentros la mayor de las despedidas no es con los momentos que has vivido, has dejado atrás y miras ahora a través del retrovisor, sino con aquellos que nunca llegaste a presenciar. En esa mesa blanca, entre copas de champagne, brindis y risas, me despido también de todos esos instantes que nunca hemos podido compartir estos años: de los baños al atardecer en las playas de California, los paseos por Pontevedra, los cumpleaños a los que no asistimos, las ciudades que nunca conocimos juntas, las llamadas que no hicimos, las sonrisas que no vimos dibujarse, los besos y abrazos sin llegada, las noticias que nos llegaron pero de las que no nos sentimos partícipes, los conciertos, Navidades, los primeros y últimos días de un trabajo, las cartas sin sello, las patadas de un bebé y el sabor inconfundible de las lágrimas de alegría. Amor, desconcierto, dolor, triunfo, fracaso y progreso. Atrás quedaron ya todos esos sentimientos que no sentimos juntas, de igual modo que aquellos que vivimos codo a codo, a corazón abierto durante nuestros años en Santiago.
Pero esa es ya otra historia. Y en muchos sentidos aquellas eran otras chicas. Ahora solo conocíamos, o yo por lo menos, aquello que las otras decidían compartir con el resto, una pequeña fracción de sus vidas que no era comparable a las de aquellos años. Demasiados cambios, demasiadas despedidas que me llevan, aún más, a la parte nostálgica de mi mente.
Del 2010 al 2014 fue una etapa de primeras experiencias, de sueños y sorpresas en la que todo parecía posible y probablemente todo era posible: Marcharte a California con poco o nada, que unos jugadores del Obradoiro te lleven en coche una noche de fiesta, encontrarte con tu primer amor cada verano en las fiestas de tu ciudad, el gol de Ramos en el minuto 92, acabar en una fuente a las tantas de la mañana con tal de ganar una apuesta, pasar más horas en coffee shops en Amsterdam que el resto del año en la facultad, España ganando un mundial, acabar tiradas en la arena al grito de cuerpo a tierra, subir cinco veces seguidas al Shambala, beber ginebra toda la noche pagando dos euros, encadenar una ciclogénesis tras otra, tirar un colchón por las escaleras de tu residencia o que un extranjero en Sevilla invite a chupitos de tequila a doce personas por ser tu cumpleaños, el quinto de ese año.
Pero no solo para mí lo fue, también para ellas la banda sonora de aquella época podría haber sido Anything could happen: Conocer a tu ídolo y amor platónico, trabajar en una cárcel, ver el musical del Rey León, un beso en Picadilli Circus, bailar reggeton 24 horas al día siete días a la semana, ligar con un italiano tras otro, marcarte un All the week, compartir un momento íntimo con unos pescadores como testigos, salir de un local como si te hubieras duchado, una llamada a tus padres a las cinco am para decirles que te quedas en casa de una amiga – this is peñas – viajar a York, Londres, Madrid, Mallorca, Chanteiro, El Algarve, Newcastle o República dominicana, tener un pene de plástico y un conejo de peluche en tu salón o nombrar a tu piso Tijuana.
Nos habían dicho que la vida no era fácil pero a veces, en aquella época, se nos olvidaba. Quizás cuando te rodeabas de la gente adecuada y buscabas en ti la fuerza necesaria, la vida podía ser mucho más maravillosa de lo que creías. Quizás cuando no lo veías venir lo inesperado se hacía realidad. La magia que envuelve la vida se vuelve palpable cuando la gente a la que quieres te invita a creer en ella. Como sobrina de un mago he tenido la magia presente desde muy pequeña, pero la invitación al mayor espectáculo de magia del mundo, ése que une a las personas para siempre, me llegó un día de septiembre del 2010, cuando comencé esta aventura que sería conocerlas.
Cuatro años después, cuando esa aventura llegaba a su fin y ya había decidido que iba a irme a California, en esos días después de mi graduación y de despedirme también de mis amigos, una canción rondaba mi mente constantemente. Yo, tan dada a asociar personas o momentos con canciones determinadas, formando un poco la banda sonora de mi vida. La de aquella época era sin duda Time of our lives de Tyrone Wells.
Desde entonces nos han pasado mil cosas: ilusiones, decepciones, cambios, despedidas… Hasta este momento. Y en cierta forma me alegra tener esta especie de final, este reencuentro que es como un broche para cerrar historias, cerrar el círculo, eso que los ingleses denominan closure”.
Siempre me han gustado los finales, no hasta el punto de leer las últimas páginas de un libro antes de empezarlo, porque en mi opinión así pierde su esencia, esa tensión e incertidumbre previas al desenlace que son tan importantes como éste. Pero sí que es cierto que siempre me han maravillado los finales: alegres, mágicos, carismáticos, devastadoramente trágicos o sorprendentemente tiernos. Como en una frase de la serie Pretty Little Liars, “you are big on happy endings”. Pero incluso cuando no lo son me atraen, sobre todo cuando los autores, actores o lo que sea consiguen que me meta de lleno en el personaje, me ponga en su situación, sienta su pérdida, añore sus años pasados o luche sus guerras. Lloré como una enana cuando llegó el momento de despedirme de Friends, me desesperé con el final de Los Serrano, me identifiqué con el de La vida de Adele, esperé años para ver el de Perdidos, nadie podría olvidar el de Titanic y mi debilidad es el de Breakfast at Tiffany's. Todos esos momentos grabados en mi retina y que vuelven a mí en forma de flashes cada vez que pienso en el término acabar: Graduaciones, mudanzas, despedidas en una cola de embarque, cajas de recuerdos que llevarme conmigo, 1999, sonrisas agridulces… Tom Hanks regresando de la playa en Náufrago, Thelma y Louise saltando del acantilado, el niño de La vida es bella en el tanque americano, Danny y Sandy cantando y conduciendo hacia el atardecer, la estación de Kings Cross, las canciones  Goodbye my lover y Someone like you y el sabor de la nicotina en tu último pitillo. Nosotras, juntas de nuevo, riendo, bailando y charlando en la boda de Laura. Como si el tiempo se hubiera detenido.
Pero casi todos estos desenlaces tienen algo en común: a pesar de ser un final son también en cierta forma el comienzo de una nueva historia. Ésa termina pero los protagonistas, juntos o por separado, en ese instante o años después seguirán con sus vidas y vivirán nuevas aventuras. Del mismo modo, con este final se abría ante nosotras un amplio abanico de posibilidades. Tal vez el tiempo, caprichoso, volvería a juntarnos. Tal vez este fuera solo un paréntesis y después yo volvería a Nueva York y ellas también seguirían con sus vidas y nuestros caminos igual nunca volverían a cruzarse. Puede que consiguiésemos escarbar en el pasado y retomar nuestra especial unión de entonces. O mejor aún, quizás consiguiésemos dejar un poco al lado las personas que fuimos en la universidad para poder reencontrarnos de verdad, volver a conocernos, conocer a las personas en quienes nos habíamos convertido.
En todos los finales quedan interrogantes abiertos y el nuestro no iba a ser menos. Un millón de preguntas rondaban mi cabeza mientras la música, el sonido de las copas y las conversaciones envolvían el ambiente. ¿Seríamos capaces de olvidar realmente lo que pasó hace años y perdonarnos mutuamente por los errores que entonces cometimos? ¿Existían de verdad las segundas oportunidades? ¿Arreglaríamos alguna vez Brenda y yo las cosas? ¿Hasta qué punto era posible seguir queriendo a alguien a quien puede que ya no conocieses? ¿Tiene la amistad fecha de caducidad?
Veréis, siempre me han gustado los finales sí, pero los ajenos. Meterme en la piel del protagonista, sufrir como la que más hasta que consigue o no su ansiada felicidad. Pero en realidad nunca he llevado bien mis finales, me cuesta escribirlos y de hecho retraso el momento todo lo posible, me pone nostálgica y nerviosa cada cambio de etapa en mi vida y siempre me lleva un tiempo digerirlos. Por eso me costó tanto irme en el 2014 y por eso prefiero pensar en la boda de Laura como en el reencuentro que tanto esperábamos y no como en la despedida que no tuvimos años atrás. Confío en que sepamos encontrar un hueco en la vida de las otras en esta nueva etapa.
Confío en que las historias locas de María sigan inspirándome a escribir años y años y en que pueda volver a traspasar esa coraza con la que a veces se protege del resto del mundo. Me sentí privilegiada por conocer a la verdadera María y ojalá pueda algún día volver a tenerla tan cerca.
El primer libro que dediqué en mi vida fue para Lidia por no poder asistir a su boda y confío ahora en poder seguir dedicándole la primera edición de todo lo que escriba y ojalá pueda ella ser partícipe de la mía. Ojalá no volvamos a estar ausentes en los momentos importantes de nuestras vidas.
Ojalá se reduzca la distancia que aún me separa un poco de todas. Confío en que Pontevedra y Nueva York no nos parezcan tan lejanos, nuestros reencuentros no sean tan espaciados en el tiempo y el niño de Laura pueda algún día jugar con uno mío.  Ojalá ninguna de las dos veamos tan grandes como entonces las diferencias, ni tan graves los errores y ojalá hayamos aprendido que quizás es mejor una persona imperfecta que, a su manera, te quiere de verdad que alguien que aparenta la perfección pero nunca te dirá lo que piensa. Ojalá la indiferencia nunca se instale en nuestras vidas.
Confío en que los ojos de Brenda sigan brillando con la misma fuerza y en que permanezca su forma desordenada de ver la vida que al mismo tiempo la convierte en un viaje intenso y memorable. Ojalá encuentre, si no lo ha hecho ya, la felicidad que tanto se merece. Confío en que ahora que ha pasado el tiempo podamos darnos cuenta de que no éramos tan diferentes: tomábamos decisiones impulsivas para escapar de otras, teníamos un lado a veces caprichoso y visceral y cuando alguien nos decepcionaba, sobre todo si éramos la una a la otra, nos dolía de verdad. Ojalá los buenos momentos pesen más en su recuerdo que las decepciones, ojalá podamos crear otros nuevos.
Confío en que Ana venga a visitarme pronto y en que aunque la Ruta 66 nos quede ya un poco desfasada y a desmano, podamos hacer otro viaje más cercano pero igual de loco, más familiar si acaso pero no por ello menos divertido. Y es que en mi graduación en aquel 2014 mi padrino de promoción dijo una frase que se me quedaría grabada: “Los verdaderos amigos no son aquellos con los que compartes noches de fiesta y copas (pueden serlo pero no es lo esencial), ni si quiera son esos a los que les prestas tus llaves del coche o de tu casa. Los verdaderos amigos son aquellos a los que les das las llaves de tu vida”. Y del mismo modo que una vez le compré a Ana un billete a California, hace mucho tiempo que compré otro pasaje para ambas, el más importante de todos, el que te da derecho a compartir esas llaves, a ser compañeras de vida.
Ellas compartieron mi vida en la universidad, los buenos y malos momentos, los exámenes, fiestas, tardes de lluvia, escapadas a la playa, los amores y desamores y todo lo que aquellos años nos deparaban por delante. Y ojalá pueda decir dentro de mucho tiempo que las niñas siguen siendo mis compañeras de viaje.
Y si por algún motivo eso no fuese posible, siempre nos queda lo que hemos vivido. Y que nos quiten lo bailao, que no ha sido poco.
Pase lo que pase yo las llevo conmigo.