lunes, 9 de enero de 2012

Tú.

Esta noche soñé contigo; estabas vivo. Teníamos un último día y paseábamos por la calle. No te puedes ni imaginar el grito que pegamos Álex y yo al verte. Echamos a correr hacia ti y te abrazamos. Tuvimos un último abrazo. Creo que nunca he sido tan feliz. 

Era fin de año y fuimos a tu casa a cenar. Me senté a tu lado, como en casi todas las cenas o comidas importantes que celebrábamos allí. 


No recuerdo mucho más, salvo ese sentimiento de absoluta paz y protección que lo inundaba todo por tenerte a mi lado. 


Te echo de menos. Te echaré siempre de menos.

martes, 3 de enero de 2012

Heroína


De entre todos los días de mi vida hay algunos que recuerdo con especial cariño. Pero hay uno que a menudo viene a mi mente: el día en el que descubrí que mi madre era una heroína. ¡Y eso que ha pasado tanto tiempo ya!
El día en que descubrí que mi madre era una heroína yo tenía ocho o nueve años. Era pequeña pero ya no creía en los monstruos que se esconden debajo de la cama y que te atacan por las noches, ni creía demasiado en los cuentos de hadas… Había vivido algunas cosas que no se correspondían con mi edad; sentía, sobre todo, el vació de la ausencia, el peso de los sueños y proyectos de futuro que se construyen con amor y que se desgastan con el tiempo. Lo había vivido. Fui testigo directo. Y quizás por eso no conservaba tanta ingenuidad como debería haber tenido a esa edad; quizás por eso tardé en darme cuenta de que mi madre era una heroína. Tal vez tampoco ayudó el hecho de que mi madre no llevaba trajes ajustados a lo Lara Croft, no escalaba tejados como Catwoman, ni tenía superpoderes visibles: no volaba, no podía derribar una pared con un soplido, ni tenía ultrasonido, aunque a veces lo parecía.
Lo cierto es que lo descubrí de la forma más tonta, dándome cuenta de algo que siempre había estado ahí: su ternura, su franqueza, su persistencia en la vida y su alegría. El día en que descubrí que mi madre era una heroína llegué del colegio cansada y triste; todos mis amigos se habían enfadado conmigo por una tontería que ya ni recuerdo y casi nadie en clase me hablaba. Hace muchos años de aquello y aunque todo se solucionó en pocos días, recuerdo perfectamente lo mal que lo pasé ese día y los siguientes. Pero esa tarde, cuando volví a casa, mi madre me ayudó a ducharme y me dio un pijama planchadito y cómodo; y después de un rato se metió en la cama conmigo, como tantas otras veces. Empecé a llorar y se lo conté todo. Y de alguna forma, entre esas sábanas, abrazándome, me envolvió en su energía positiva hacia la vida, volví a sentirme en casa. Mi madre consiguió reconfortarme cuando nadie más podría haberlo hecho, al igual que pasaría a lo largo de los años que estaban por llegar. Mi madre supo reconstruirse en una de esas noches que pasaba a mi lado y supo sonreírnos cada mañana. Mi madre me ayudó a ser una niña sin miedo, me hizo sentir el calor de la vida. Y en aquella noche, gracias a ella y a pesar de todo, vi la felicidad tan cerca que supe que siempre iríamos hacia ella, a pesar de los mil obstáculos que la vida nos iba a poner por delante. Aquel día descubrí que mi madre era una heroína capaz de detener el tiempo durante un instante, borrar lo malo del día y llenarte de una cálida luz transparente que a día de hoy hay quien sigue sin saber apreciar.
Descubrí sus demás poderes a lo largo del tiempo, sin preguntárselos, porque un buen superhéroe nunca revela sus poderes. Descubrí que sin ser Spiderman ella podía trepar las murallas que hicieran falta para llegar a nosotros; que sin ser de acero, podía ser la roca en la que sostenernos, la que nos mantiene en La Tierra; y que sin tener rayos X ella era de las pocas personas que nos veía de verdad, que llegaría a conocernos; capaz de desnudar nuestra alma y de apartar el frío. Por todo ello, tras todos esos años compartidos, ahora sé que el día en que descubrí que mi madre era una heroína, comprendí la belleza del mundo.