domingo, 29 de abril de 2012

Hotel California


Hace unos años estaba rebuscando entre los viejos CDs de mi padre que aún quedan en el salón cuando uno de ellos me llamó la atención. Estaba en una época en que ansiaba encontrar música nueva pero que de alguna forma ya perteneciera a mí, deseaba revivir ese momento en que escuchas una canción que habías oído hace tiempo pero que ya no recordabas y cuando vuelves a encontrarla, despierta algo en ti. Cogí aquella caja con la esperanza de que diera inicio a ese momento.
Era un disco de The Eagles, grupo del que nunca antes había oído hablar, para mi desgracia. Y a día de hoy sigo sin saber por qué me llamó la atención, pero lo hizo. Me senté en el parqué y metí el CD en la mini cadena. Y esperé mientras los primeros acordes llenaban el salón de mi casa, esperé hasta que el calor de esas voces hizo desaparecer el frío propio del invierno y que me agarrotaba el alma.
Pero no fue hasta que empezó a sonar una determinada canción cuando no me quedó más remedio que alabar el gusto musical de mi padre, una vez más. Hotel California era esa canción que ya conocía y que no recordaba, y cuando volví a escucharla sentí esa conexión entre el pasado y el futuro, ese instante de inflexión en que sabes que estás en el lugar y el momento adecuado. Comprendí entonces que esa canción que a mí me hace pensar en mi padre, sería la misma que algún día les enseñaré a mis hijos cuando les hable de él.
Hoy es el cumpleaños de mi padre y, aunque en la distancia, sonrío escuchando Hotel California, mientras espero que haya tenido un día estupendo y que sepa lo mucho que le quiero.

sábado, 7 de abril de 2012

EL día


 Fue en uno de esos días soleados, uno de esos en que esperas lo mejor del mundo, ni más ni menos. Y quizás por eso los días más importantes, los más grises, son esos: los soleados, porque no los ves venir.
Una llamada de teléfono corriente, aparentemente todo va bien. Pero lo notas en su voz: algo falla, algo no está como siempre. Finges no darte cuenta, quizás para engañarte a ti misma como tantas otras veces has hecho. Coges un tren y llegas a casa. Y en cuando abres la puerta lo sabes, tienes ese sentimiento irracional pero cierto de que nunca nada volverá a ser igual. Y que razón tenías… Si hay un día que va a cambiar tu vida, es ese.
Coges el teléfono, llamas a la persona con la que había quedado y te disculpas porque no puedes ir. Pero no lo sientes, no sientes nada. Nunca tendrás en tu estómago un vacío tan grande como el de ese día, no volverás a vivir sin miedo. Te tiembla la voz, lo sabes, ¿pero quién puede culparte?
No hay una frase más típica que la de “el mundo se paró aquel día”, pero tampoco hay una frase más cierta para describir ese momento.
Y cuando meses después vuelves a vivir, vuelves a sentir, cuando dejas que el mundo vuelva a girar, no ves a mucha de esa gente que te había prometido estar siempre ahí; ellos no te esperaron. Y tampoco puedes culparles, simplemente te duele. Pero ese dolor ahora es una pequeñez incomparable al que había parado tu mundo. Si has aprendido algo es a relativizar, a restar importancia y sumar alegría, a apreciar lo que nadie más parece ver: la vida que destella en las pequeñas cosas. Nada volverá a romperte de esa forma y quizás por eso cada hora que pasa valoras más la vida, porque sabes que, probablemente, ya has pasado lo peor. Y aquí sigues.