Fue en uno de esos días soleados, uno de esos en que esperas
lo mejor del mundo, ni más ni menos. Y quizás por eso los días más importantes,
los más grises, son esos: los soleados, porque no los ves venir.
Una llamada de teléfono corriente, aparentemente todo va
bien. Pero lo notas en su voz: algo falla, algo no está como siempre. Finges no
darte cuenta, quizás para engañarte a ti misma como tantas otras veces has
hecho. Coges un tren y llegas a casa. Y en cuando abres la puerta lo sabes,
tienes ese sentimiento irracional pero cierto de que nunca nada volverá a ser
igual. Y que razón tenías… Si hay un día que va a cambiar tu vida, es ese.
Coges el teléfono, llamas a la persona con la que había
quedado y te disculpas porque no puedes ir. Pero no lo sientes, no sientes
nada. Nunca tendrás en tu estómago un vacío tan grande como el de ese día, no
volverás a vivir sin miedo. Te tiembla la voz, lo sabes, ¿pero quién puede
culparte?
No hay una frase más típica que la de “el mundo se paró
aquel día”, pero tampoco hay una frase más cierta para describir ese momento.
…
Y cuando meses después vuelves a vivir, vuelves a sentir,
cuando dejas que el mundo vuelva a girar, no ves a mucha de esa gente que te
había prometido estar siempre ahí; ellos no te esperaron. Y tampoco puedes
culparles, simplemente te duele. Pero ese dolor ahora es una pequeñez
incomparable al que había parado tu mundo. Si has aprendido algo es a
relativizar, a restar importancia y sumar alegría, a apreciar lo que nadie más
parece ver: la vida que destella en las pequeñas cosas. Nada volverá a romperte
de esa forma y quizás por eso cada hora que pasa valoras más la vida, porque
sabes que, probablemente, ya has pasado lo peor. Y aquí sigues.
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