sábado, 7 de abril de 2012

EL día


 Fue en uno de esos días soleados, uno de esos en que esperas lo mejor del mundo, ni más ni menos. Y quizás por eso los días más importantes, los más grises, son esos: los soleados, porque no los ves venir.
Una llamada de teléfono corriente, aparentemente todo va bien. Pero lo notas en su voz: algo falla, algo no está como siempre. Finges no darte cuenta, quizás para engañarte a ti misma como tantas otras veces has hecho. Coges un tren y llegas a casa. Y en cuando abres la puerta lo sabes, tienes ese sentimiento irracional pero cierto de que nunca nada volverá a ser igual. Y que razón tenías… Si hay un día que va a cambiar tu vida, es ese.
Coges el teléfono, llamas a la persona con la que había quedado y te disculpas porque no puedes ir. Pero no lo sientes, no sientes nada. Nunca tendrás en tu estómago un vacío tan grande como el de ese día, no volverás a vivir sin miedo. Te tiembla la voz, lo sabes, ¿pero quién puede culparte?
No hay una frase más típica que la de “el mundo se paró aquel día”, pero tampoco hay una frase más cierta para describir ese momento.
Y cuando meses después vuelves a vivir, vuelves a sentir, cuando dejas que el mundo vuelva a girar, no ves a mucha de esa gente que te había prometido estar siempre ahí; ellos no te esperaron. Y tampoco puedes culparles, simplemente te duele. Pero ese dolor ahora es una pequeñez incomparable al que había parado tu mundo. Si has aprendido algo es a relativizar, a restar importancia y sumar alegría, a apreciar lo que nadie más parece ver: la vida que destella en las pequeñas cosas. Nada volverá a romperte de esa forma y quizás por eso cada hora que pasa valoras más la vida, porque sabes que, probablemente, ya has pasado lo peor. Y aquí sigues.  

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