lunes, 29 de agosto de 2011

Nunca me abandones

Llevo media hora tirada en la cama, pensando. Hace un rato acabé el libro de igual título que esta entrada. Y ese es el causante de mi media hora reflexionando. Y vale, si, con alguna que otra lagrimilla. Lo curioso es que más que el libro en sí (sobra decir que me encantó) y sobre todo el final, lo que me tiene aquí mirando el techo y pensando es otra parte de la historia. Pienso en ese pasaje en que Kathy H. le explica a Madame lo que realmente pasaba por su cabeza cuando la vio aquel día, años atrás y en plena infancia, abrazada fuertemente a un cojín con los ojos cerrados y bailando, mientras de fondo sonaba “Oh baby baby, nunca me abandones…” Pienso en la contestación de Madame al saber qué significaba aquella escena para la niña, dado que para ella evocaba unos sentimientos totalmente diferentes. Pienso, por tanto, en la posibilidad de que en el fondo cada uno de nosotros tengamos nuestro propio cojín; ese al que nos aferramos con fuerza con una expresión anhelante mientras bailamos “oh baby baby, nunca me abandones”. Tal vez eso que abrazamos pertenece a nuestro pasado, o a un futuro soñado por nosotros… tal vez sea algo real, factible o algo imposible… tal vez sea alguien, sea un sentimiento, un recuerdo, un lugar, una situación… Pero creo sin duda después de acabar el libro que todos tenemos nuestro cojín. Yo desde luego sé que tengo el mío y sé cuál es. ¿Y tú?

sábado, 27 de agosto de 2011

La Noria

La primera vez que me subí a una noria, tenía ocho o nueve años. Me refiero no a una versión reducida para niños sino a una de las grandes, de las de verdad. Y me encantó. Aquel día sentí por primera vez la clase de adrenalina que solo te proporciona la altura y la velocidad; esa que volvería a buscar tantas veces en mi vida. Y ese es el mayor recuerdo que conservo de aquella primera travesía en la noria.

La segunda vez la vi desde lejos entre edificios de mi ciudad y enseguida quise ir, sobre todo, para recuperar la sensación que el recuerdo de aquella primera vez me había dejado marcada. Tenía once años. Pero esta vez, por raro que pueda parecer dado lo bien que lo pasé en ese primer viaje, tuve miedo. Pero no por lo que se pueda pensar. Una vez subida, mientras miraba lo pequeña que parecía mi ciudad desde arriba, mientras tenía esa sensación de que en cualquier momento me echaría a volar; me dio miedo que el viaje acabara y tuviera que volver a mi realidad, a la superficie. Me di cuenta de que allá arriba, girando, alejada de los problemas que había abajo, me sentía feliz. Me dio miedo ser más feliz en el aire, rodeada de sueños y sensaciones creadas por mi mente, que en mi propia vida.

Tal vez por eso tardé tanto en volver a subirme a esa atracción. Y de hecho, cada verano en las fiestas me quedaba debajo mirándola y haciendo una lista mental de pros y contras por la que debería o no montar. Parecerá una tontería, pero cada año se convertía en una decisión importante… y cada año ganaban los contras…

Hasta que llegó ella, habían pasado siete años desde la última vez que veía Pontevedra desde arriba, desde que subir o no a la noria era una decisión que me llevaba varios minutos de reflexión. Pero ese año no lo dudé, me preguntó si quería subir y contra todo pronóstico ni me lo pensé. Subimos a la pequeña cabina, se sentó delante de mí, y durante unos segundos noté como se balanceaba el aparato. Ya no era tan pequeña y esa vez me fijé en lo poco segura que parecía aquella noria en realidad. Pero eso solo duró unos segundos. En cuanto cerraron la puertecita la miré a ella, y ya fue lo único que vi en todo el viaje, no miré hacia la pequeña ciudad iluminada, ni hacia nuestros amigos que esperaban abajo, solo estaba ella. En esa noria me di cuenta de que estaba enamorada de ella. Y nunca he vuelto a tener tanta ilusión como aquella noche, nunca. No le dije nada aquella noche, ni creo que se diera cuenta de que solo la miraba a ella. Nunca le conté esta historia, ni a nadie, pero en el fondo sé que lo sabía, porque su forma de agarrarme la mano para ayudarme a salir cuando el viaje terminó, ya no era igual. Y mis miedos se habían quedado esparcidos por el aire en esa noche de verano.

Con el paso del tiempo, cada año, subía con ella a la noria, solo una vez, para recordar aquella primera. Se convirtió para nosotras en una especie de tradición durante siete años, el tiempo que estuvimos juntas. Ella se sentaba delante de mí y nunca nos tocábamos ni decíamos nada, permanecíamos como aquella noche. Y luego, al salir volvía a cogerme suavemente la mano.

Han pasado cinco años desde la última vez que estuvimos juntas en una noria. Hace cinco años que no la veo. Pero cada verano vuelvo a sentarme en la Noria. Y puedo decir que, ahora que no está, es el sitio en el que la siento más cerca. Probablemente siempre la echaré de menos pero cada vez que giro en una de esas pequeñas cabinas rasgando el cielo de la ciudad, la veo allí, veo su sonrisa, en la noria la siento conmigo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Objetos de valor

Mis pies descalzos se deslizan por el parqué. Entro en la habitación evitando, por poco, chocar con la puerta. Sonrío ante mi propia torpeza. Sonrío ante la esperanza de que lo que vengo a buscar esté en ese armario. Abro la puerta y suspiro... Si está ahí, no va a ser fácil encontrarlo. Pero ¿y si no está? Me muevo antes de permitir que la posible respuesta a esa pregunta me alcance. Me subo a un cajón para llegar al estante superior, porque sí, soy baja. Y añado esto porque sé que esta sería una de esas situaciones que cierta persona utilizaría para meterse conmigo. La persona cuyo regalo he venido a ese armario a buscar. Y, aunque con ese pensamiento parece completarse un círculo, lo cierto, es que el regalo no está ahí.
Me quedo delante del armario revuelto, tras haber comprobado que no está ahí, en ningún rincón. Me siento frustrada, tal vez hasta decepcionada conmigo misma. Lo que he perdido no es algo caro, no es algo precioso, ni es algo que le importe a nadie más que a mí. Pero no estoy decepcionada porque algo con estas características pueda importarme tanto, sino por haberlo perdido.
Me siento en el suelo delante del armario abierto, y me doy cuenta en ese instante de que tengo algo en la mano derecha que no es lo que estaba buscando. Es una bola; no una de billar, ni una canica, ni una pelota... una bola de Navidad. Pero no es de las que se agitan para que la nieve envuelva un precioso decorado, sino de las que se cuelgan en los árboles como adorno. Y tampoco es cara, ni tiene nada que aparentemente la distinga de otras, ni es demasiado bonita, ni la conseguí de forma especial. Pero es probablemente parte del mejor regalo que he hecho nunca. Lo que distingue ese adorno de cualquier otro de los que pueda tener en mi casa en Navidad, es que ese encierra una historia. Y para mí, los objetos más valiosos son los que tienen una historia detrás.
Guardé la bola en su sitio, dándome cuenta de que nunca llegaré a colgarla en ningún árbol. Cerré la puerta del armario y me senté a escribir esto, a rememorar aquella historia.

viernes, 5 de agosto de 2011

El papel de tu vida

Escuché como sus tacones se alejaban en la acera. Se iba sí, pero no se marchaba sola. Aunque creo que en el fondo siempre estará sola.

Noté una mano rozándome la espalda y me senté junto a mi mejor amiga.

- No entiendo por qué siempre se me dio tan mal interpretar ese papel.

- ¿Qué papel?

- El del personaje que triunfa, el de alguien a quien el mundo le devuelve lo que da, para quien la vida es un paseo y no una lucha constante.

- Tal vez ese no es nuestro papel… Es más, nadie dijo que el personaje que triunfa sea el más feliz de la película.

Sonreí en la sombra de aquel portal. Y me di cuenta de que ella era, probablemente, la amiga que siempre deseé tener.

- Tienes razón.

- Y tal vez nosotras seamos más felices en nuestra mediocridad. Sobre todo, porque no nos engañamos a nosotras mismas.

lunes, 1 de agosto de 2011

Querida Cordura:

Hoy te de digo adiós. Tú me has traído hasta aquí y no me gusta nada donde estoy, así que nuestra relación termina aquí.

Se acabó el darte demasiada importancia, el ser cuidadosamente detallista, reconfortante, leal, siempre pendiente de tratar bien todo y a todos… En definitiva, se acabó todo sentimiento emanado de nuestra relación.

Nadie parece valorarte, ¿por qué iba a hacerlo yo? ¿Por qué pensarse diferente en un mundo de masas? Y sobre todo, ¿para qué hacerlo cuando eso te guía hasta aquí? Sobre todo cuando ya soy diferente en aspectos que a ojos ajenos me etiquetan.
Incluso ahora me fallan las palabras y me cuesta encontrar los sinónimos que busco. ¿No lo entiendes? Eso a mí no me pasa… no habitualmente. Quizás hoy lo habitual se convierta en pasado, quizás hoy de verdad te diga adiós.

Desde fuera parece más divertido no tenerte, menos doloroso incluso. Sin ti casi todo el mundo parece alcanzar ese estado de aparente comodidad en la apariencia, de felicidad despreocupada. Y créeme, ¡hay tantos que viven sin ti! Y no les va mal. Viven su vida a su modo, quizás menos razonables, menos sinceros, menos fieles a sí mismos y a los demás… pero parecen más enteros, menos rotos. Rotos. Ojalá nunca me hubiera roto yo. Pero sin duda este año, esta gente, son la prueba de fuego definitiva…. Y no pueden pasar más cosas… No es posible. Ni yo puedo sentirme más decepcionada contigo. Quizás por eso aprenda desde hoy a callarme más las cosas, a no soñar con tanta magia e intensidad, a no decir en serio todo lo que digo… Porque yo sí decía en serio todo lo que dije durante todo este tiempo que me has acompañado. Yo sí lo dije en serio.
Pero dicen que nunca es tarde si la dicha es buena y, sin ti, no sabré distinguir si lo es o no; simplemente tal vez me tome este tiempo para cambiar. Tal vez hoy, de nuevo, vuelva a ser impar.

Y si eso ocurre y el momento llega retumbarán en mi cabeza esas palabras que, cual protagonista de serie adolescente americana, siempre quise pronunciar: “We are over, baby”