Un día me sorprendí pensando que ya no había por qué pensarlo todo tanto. El aire de finales de verano se colaba por mi ventana, abierta al drama, a las risas y emociones, a una serie de catastróficas desdichas… abierta, sin más, a la vida y a lo que ella pudiera traerme o arrebatarme. Esa mañana sin compañía entre las sábanas azules, volví a sentir que ya no estaba sola, que el número dos volvía a tener un hueco en mi vida. Entre el solitario uno y el excesivo tres (son multitud, salvo en lujuriosas excepciones), yo volvía a quedarme con el dos.
Esa mañana de finales de septiembre supe que ella estaba conmigo, aunque igual ni lo sabía aún. ¿Y por qué apresurar las cosas?, pensé. Y el tiempo me daría la razón, poniéndonos a cada uno en su lugar, concediéndonos nuestro momento. De ella y mío, de nadie más. Porque el verbo principal del dos es compartir. Y ya no hablo de cosas simbólicamente sentimentales, ni de compartir la vida, el amor, la felicidad, la paz en el mundo ni el plus del salón. Sino de cosas simples y cotidianas como la cuenta de una cena que nunca quisiste que acabara, o las entradas de una peli que no soportabas pero que fuiste a ver por ella. Porque quizás lo simple y cotidiano era lo mágico. Y solo ahora lo comprendo.
Ese día volví a encontrarme asaltada por ideas imprudentes, por billetes de ida y vuelta a Pontevedra, por escenas sin pudor, por llamadas a las tantas donde había todo por contar y nada que decir, donde presuponer era de vagos, porque yo prefería conocerte. Y vagamente logré hacerlo. Pero sé que fuimos dos y que a veces nos sentí uno… y por desgracia una noche me tentó el tres. Pero eso ya es pasado, tanto o más que el dos que fuimos.
A veces creo que nos faltaron agallas para ser uno de forma prolongada, a veces dudo de que estuviéramos, si quiera, en el mismo código numérico. Pero bueno, también supe siempre que aspirar al dos tenía consecuencias. Número par. Apuesta a todo o nada. Va todo al ganador. Y siempre gana la banca. O el olvido; en nuestro caso, lo vivido. Pero por esos momentos que me hicieron creer que no volvería a ser uno, porque nuestra historia lo exigía (conseguí que fueras mi par gracias a las chorradas que te escribía), para despedirme, te escribí también aquella carta:
http://cartasaneverland.blogspot.com/2011/04/end.html
Meses después me volví a despertar en esa cama, ahora de sábanas blancas. Y sin pena ni gloria, con una cierta sonrisa agridulce de quien tiene la certeza sobre algo, pensé: bueno, otra vez impar.