Conocí a Verónica en un bar del que
yo era habitual y en el que ella nunca había estado antes (y a veces aún dudo
de que realmente estuviera allí esa noche). Llevaba puesto un jersey gris sobre
unos vaqueros, el pelo recogido en una trenza de lado y la sonrisa más brutal
que he visto en mi vida. Coincidimos en la barra para pedir una cerveza (una
excepción, yo desde luego no bebo) y empezamos a hablar. A veces lo pienso: si
hubiera ido cinco minutos más tarde no la habría conocido… si hubiera seguido
el consejo rácano y sobrio de mis amigas no habría ido a por una cerveza… Pero fui.
La encontré. Llegué a conocerla. Y puede, incluso, que la quisiera con la
intensidad con la que deseas lo más bonito que puedes tener.
Tardamos unos escasos diez minutos en
besarnos y treinta en coger un taxi para ir a su hotel. No sé si quiera si
llegué a probar la cerveza, ella fue la más perjudicada y abandonada de la
historia pero también el dinero mejor gastado.
No sé si fui para ella un rebote tras
una ruptura, si solo pretendía pasárselo bien o si salió esa noche con la
esperanza de encontrar al amor de su vida. Nunca se lo pregunté, ni ella a mí.
Probablemente por miedo a que contestase eso último. Hay un pequeño dato que no
os he contado: Vero volvía a Barcelona al día siguiente. Y quizás, de haberme
contestado eso, yo me habría ido detrás, sin importarme el trabajo o no tener
donde quedarme. Y ese era un impulso que aún no estaba dispuesta a seguir.
Verónica y su sonrisa eran maravillosas, pero no como para cruzarse un país
tras una sola noche juntas.
Después de pasar la mañana del día
siguiente tumbadas en la cama y hablando de todo y de nada, me pidió que la
acompañara al aeropuerto. Y me despidió con un beso en la cola de embarque
digno de cualquier historia de playa que se precie. Y tras verla marcharse
pensé: Ya está. Eso fue todo, su presencia en mi vida fue fugaz, brutal,
estelar como el de una estrella invitada a aparecer en una serie. Pero para
bien (y para mal) me equivoqué. Volvió a llamarme cuando vino a Santiago tres
meses después, al año siguiente y en varias ocasiones en el futuro. Nuestra
dinámica seguía siendo la misma en cada ocasión.
Verónica tiene altibajos pero es
adictiva. Es intermitente pero incandescente. Y nunca, nunca, nunca tiene frío;
eso me encanta. No hemos ido juntas al cine ni conoce a mis padres, pero es mi
compañera de aeropuerto, de cama, de una historia cercana pese a la distancia.
Porque eso es lo peor, da igual que la vea en Santiago o en Barcelona, despampanantemente
desnuda o cansada tras un viaje, Verónica es llegar a casa. Y eso es lo que más
miedo me da.
Parece extraño que unas cuantas
noches en una vida puedan pesar tanto, que no cambiemos esa relación. Ahora hace tiempo que no la veo y de vez en
cuando se pasa por mi mente y es como una punzada de dolor. Como ese concierto
de tu grupo favorito al que no conseguiste que tus padres te dejaran ir o del
que no pudiste comprar las entradas a tiempo; y algunas veces cuando escuchas
sus canciones viene a tu mente ese recuerdo que no existió y sientes una
punzada de añoranza. Pero no por ello vas a dejar de escuchar tus canciones
preferidas porque lo que te aportan bueno es mucho más grande que la parte
mala. Eso es ella para mí.