La primera vez que la vi sonreír
paralizó mi maleta cargada de sueños que me acompañaba destino Pontevedra. Me
he levantado desde entonces cada mañana para intentar ver esa sonrisa, pocas y
memorables veces dirigida a mí.
Esa fue la primera vez que la conocí de verdad; nos habíamos
cruzado, pero nunca antes la había visto.
Nunca llegará a saber que adoro su sonrisa. Nunca llegaré a
besarla. Precisamente porque una de las cosas que más me define es lo que me
impide tener nunca la más mínima oportunidad con ella. Pero esa es la esencia
de todo amor platónico, saber desde un principio que era imposible, por mucho
que yo me empeñe en soñar despierta.
El tiempo además no ha jugado nunca en mi favor, desventajas
de participar solo, de no disfrutar de la compañía de tu número par. Llegar a
conocerte, saber más de ti, no hizo sino empeorar las cosas. Habría sido más
saludable para todos que te quedaras en una sonrisa, encantadora pero
superficial, no lo bastante intensa como para hacerme pensar en ti todavía un
año más tarde… o quizás sí, quién sabe. Y sin embargo no cambiaría
absolutamente nada si pudiera ¿para qué? Soy irremediable.
A veces me gustaría pensar que si LA chica fuera algún día MI
chica, el mundo sería un poquito más justo. Pero sé que no es verdad, es solo
esa frase a la que recurro para no sentirme tan frustrada e impotente cada vez
que el mundo te trae a mi mente y me recuerda todo lo que tenemos en común. No
me malinterpretes, no soy nadie para saber lo que es justo y lo que no, es solo
una especie de hogar en un momento de desesperanza. De hecho pienso que no
estaba escrito, ya que creo firmementeen el destino y en que si tuviéramos que estar juntas tarde o temprano
lo estaríamos. A día de hoy, salvo delirios espontáneos y tan propios de mí por
otra parte, no conservo esa esperanza.
Pero si algún día entre sueño y sueño llegas a darte cuenta
de cómo te miro (si es que alguna vez me
permito volver averte de
verdad) espero que desvíes sonrojada la mirada, mientras una leve sonrisa se
dibuja en tu cara, con esa mezcla de ternura y misterio que te envuelve desde
el primer instante, desde aquella primera sonrisa en una estación de tren.
Una de esas noches de torbellinos y sentimientos
entremezclados. ¡Lo que darías ahora por tener las cosas claras! Por saber lo
que quieres y a quién, aunque no pudieras conseguirlo.
La simple certeza de saber que estás luchando por lo que
deseas te calmaría el alma y te dejaría cerrar los ojos esta noche. Sin
embargo, son un millón de dudas las que te abrazan en la cama: ¿me quiso Wendy
alguna vez? ¿Será LA chica la representación de todo lo que no podré tener en
la vida? ¿Llegaré algún día a vivir de lo que realmente me gusta?
Temes no comprender nunca todas esas cosas que hoy te nublan
la vista, pero aún esperas con más miedo que pueda existir un día en que
obtengas las respuestas a todas esas preguntas no formuladas.
Tal vez son los nervios pre exámenes. O el miedo a las
despedidas. O la lluvia sin fin que te deprime el alma. O demasiadas emociones
juntas.
Tal vez eres tú, que siempre has creído demasiado en la buena
fe de un corazón que no deja de joderte. Un farsante a medias que solo se
engaña a sí mismo y a su dueña, que no deja de seguirle ciegamente. ¿Me iría
mejor si no lo hiciera? Probablemente. Pero no
sería yo.
“E’ una scelta chiaramente: prima il cuore, poi la mente”
La primera vez que la vi llevaba puesto un vestido rojo de
los que llaman la atención, de esos que hacen que contengas el aliento unos
segundos. Sus tacones negros resonaban en la acera de una calle que brillaba en
su largo pelo rubio. Sus labios, entreabiertos, teñidos de un rojo algo
distinto al del vestido: más intenso, más invitador si cabe. En mis dos décadas
de vida he visto a mil chicas arregladas, vestidas para matar, pero nunca había
visto a nadie tan sensual como ella.
Mis miopes ojos no alcanzaban a distinguir el color de los
suyos desde el otro lado de la acera, pero parecían claros.
Lo primero que pensé de esa chica mientras intentaba
recomponerme fue que era un pivón. Lo segundo que cruzó mi mente fue que ella
era la representación de la diferencia entre una chica y una mujer,
independientemente de su edad. Y ella era una mujer con todas las letras.
Tras unos segundos, un autobús se paró delante. La vi subir y
buscar cuidadosamente un asiento mientras se agitaba el pelo. Observé por la
ventanilla como se alejaba hasta el final de la calle y pensé que quizás no
volvería a verla nunca. Pero me equivocaba.
La segunda vez que la vi yo era un año más mayor. Unos
sencillos vaqueros rotos dejaban entrever sus largas piernas. Llovía y el pelo
mojado le caída sobre una cazadora de cuero. Con unas convers daba pequeños
golpecitos en el suelo mientras miraba el móvil en la cola de un viejo cine;
como la primera vez que la vi, esperaba algo o a alguien y se notaba. Yo había
quedado con una amiga allí mismo y a pesar de haber transcurrido varios meses
la reconocí al instante, sin dejarme engañar por el look tan distinto al de
aquella tarde en la parada del bus. En esencia no había cambiado tanto, seguía
siendo la clase de mujer que hace que te olvides incluso de qué película se
supone que ibas a ver. Pero si he de elegir, prefería verla con esa ropa, con
ese aire más cercano, más real y no por ello menos tentador.
Levantó la mirada del móvil y clavó sus ojos azules en los
míos. Esa mirada era tan distinta a la de aquella portadora de un vestido rojo
que me dio la sensación de que cuando se bajaba de los tacones abandonaba su
papel de femme fatal, pero no sus ganas de conquistar el mundo, de comerse el
mundo. Esa energía seguía irradiando de sus ojos. Sonreí levemente mientras me
miraba y me giré para comprobar que mi amiga seguía sin hacer acto de
presencia. Me sonrío de forma cómplice, puede que consciente de que ambas
estábamos allí esperando cuando quizás lo que más deseábamos en ese momento
estaba justo delante.
Escasos minutos más tarde mi amiga me arrastró a dentro de
una sala en la que solo pensé en ella, aunque la conociera como mucho de vista.
Antes me despedí con un tímido gesto que correspondió con una gran sonrisa.
Tardamos dos semanas en volver a encontrarnos; en un pub, un
jueves a altas horas de la madrugada. Se movía suavemente siguiendo la música
con los ojos cerrados, como absorta en su propio mundo. Vi el rastro de su
sonrisa entre las caras de una multitud y supe al instante que me había dado
fuerte. Se me puso la piel de gallina y agarré con fuerza la copa por miedo a
que acabara estrellada en el suelo o por miedo a que fueran mis ilusiones las
que terminaran en pedazos. Me quemaba el cuerpo y lo achaqué al exceso de
alcohol, pero sabía que era por esa chica que ahora llevaba un top azul oscuro
sobre unos pantalones negros.
Me acerqué a ella, movida por el ritmo palpitante de la
música en mis venas y por la necesidad de no dejar pasar ni un segundo más sin
hablarle, sin tenerla en mi vida. Puse una mano sobre su hombro y salió de su
ensoñación; pareció tardar unos segundos en reconocerme pero sus ojos
oscurecieron en cuanto lo hizo. Mientras la gente continuaba con su fiesta,
ajenos al momento que estaban presenciando, me susurró al oído que saliésemos
fuera.
Y el frío de la noche nos golpeó en la cara mientras nos
acercábamos para sentarnos en un portal. Hablamos sin parar hasta que me pidió
un cigarrillo. Y no sé si fue su voz, su pelo cayéndole sobre la cara o la
forma en que jugaba con el cigarrillo entre sus dedos, pero con cada calada mi
deseo aumentaba y en cuanto lo acabó me puse de pié, la atraje hacia mí y
susurrándole un “no puedo más” la besé por primera vez.
Me dio su teléfono esa noche y hablamos a diario hasta que
pudimos quedar una semana después, en un pequeño bar que a día de hoy es uno de
mis sitios favoritos en el mundo. Hablamos durante horas entre las Heineken que
se acumulaban en la mesa. Y sentí, ya entonces, que había algo especial, que con
ella todo sería diferente, hasta el sabor de mi cerveza favorita.
The Killers sonaban en ese bar ya casi vacío cuando volví del
baño y noté que me había escrito algo en el posavasos. Aún conservo esa mezcla
de corcho y plástico en la que escribió esas cuatro palabras que nunca
olvidaré: Juntas romperemos la vida.
Pregunté a qué se refería y disolvió cualquier duda con un beso mientras
esperábamos a un taxi.
Desde aquella noche nunca he vuelto a ver las horas nocturnas
de Santiago de la misma forma, nunca he vuelto a esa calle sin sentirme la
chica más afortunada del mundo.
Me abrazó en el asiento de atrás del taxi que se dirigía a su
casa y reí al acordarme de un viaje desde la facultad a un pub la noche de la
gala xorcav de segundo, también en un taxi. Le conté mil anécdotas de esa
noche, de mi vida, mientras me acariciaba el brazo por encima de la cazadora
vaquera.
Me desnudó entre la oscuridad de su habitación púrpura. Y
durante varias noches, entre esas paredes, aprendí a abrazarla como nunca he abrazado
a nadie, aprendí a ¿quererla? como a ninguna otra mujer que hubiera conocido.
Unos días después desperté una mañana rodeada por sus
sábanas, la luz del sol se colaba entre la persiana semibajada y sonreí al
verla dormir. Me levanté para ir a clase, ansiosa por empezar el día, por todo
lo que la vida tenía aún preparado para mí. Encontré mi ropa esparcida
aleatoriamente por el suelo y me vestí en silencio. Me paré en el espejo antes
de salir con prisa del apartamento y fue entonces cuando me fijé en la marca
roja de carmín que ella había dejado sin querer en el cuello de mi camisa
blanca. Es imposible explicar ese momento, pero al ver su presencia en mi
sonrisa, en el calor de mis mejillas y hasta en mi ropa supe que,
irremediablemente, me había enamorado de ella; supe que tenía razón, que juntas
romperíamos la vida.
Comprendí esa mañana que nunca volvería a ser impar.