sábado, 5 de mayo de 2012

Soñando despierta


La primera vez que la vi llevaba puesto un vestido rojo de los que llaman la atención, de esos que hacen que contengas el aliento unos segundos. Sus tacones negros resonaban en la acera de una calle que brillaba en su largo pelo rubio. Sus labios, entreabiertos, teñidos de un rojo algo distinto al del vestido: más intenso, más invitador si cabe. En mis dos décadas de vida he visto a mil chicas arregladas, vestidas para matar, pero nunca había visto a nadie tan sensual como ella.
Mis miopes ojos no alcanzaban a distinguir el color de los suyos desde el otro lado de la acera, pero parecían claros.
Lo primero que pensé de esa chica mientras intentaba recomponerme fue que era un pivón. Lo segundo que cruzó mi mente fue que ella era la representación de la diferencia entre una chica y una mujer, independientemente de su edad. Y ella era una mujer con todas las letras.
Tras unos segundos, un autobús se paró delante. La vi subir y buscar cuidadosamente un asiento mientras se agitaba el pelo. Observé por la ventanilla como se alejaba hasta el final de la calle y pensé que quizás no volvería a verla nunca. Pero me equivocaba.
La segunda vez que la vi yo era un año más mayor. Unos sencillos vaqueros rotos dejaban entrever sus largas piernas. Llovía y el pelo mojado le caída sobre una cazadora de cuero. Con unas convers daba pequeños golpecitos en el suelo mientras miraba el móvil en la cola de un viejo cine; como la primera vez que la vi, esperaba algo o a alguien y se notaba. Yo había quedado con una amiga allí mismo y a pesar de haber transcurrido varios meses la reconocí al instante, sin dejarme engañar por el look tan distinto al de aquella tarde en la parada del bus. En esencia no había cambiado tanto, seguía siendo la clase de mujer que hace que te olvides incluso de qué película se supone que ibas a ver. Pero si he de elegir, prefería verla con esa ropa, con ese aire más cercano, más real y no por ello menos tentador.
Levantó la mirada del móvil y clavó sus ojos azules en los míos. Esa mirada era tan distinta a la de aquella portadora de un vestido rojo que me dio la sensación de que cuando se bajaba de los tacones abandonaba su papel de femme fatal, pero no sus ganas de conquistar el mundo, de comerse el mundo. Esa energía seguía irradiando de sus ojos. Sonreí levemente mientras me miraba y me giré para comprobar que mi amiga seguía sin hacer acto de presencia. Me sonrío de forma cómplice, puede que consciente de que ambas estábamos allí esperando cuando quizás lo que más deseábamos en ese momento estaba justo delante.
Escasos minutos más tarde mi amiga me arrastró a dentro de una sala en la que solo pensé en ella, aunque la conociera como mucho de vista. Antes me despedí con un tímido gesto que correspondió con una gran sonrisa.

Tardamos dos semanas en volver a encontrarnos; en un pub, un jueves a altas horas de la madrugada. Se movía suavemente siguiendo la música con los ojos cerrados, como absorta en su propio mundo. Vi el rastro de su sonrisa entre las caras de una multitud y supe al instante que me había dado fuerte. Se me puso la piel de gallina y agarré con fuerza la copa por miedo a que acabara estrellada en el suelo o por miedo a que fueran mis ilusiones las que terminaran en pedazos. Me quemaba el cuerpo y lo achaqué al exceso de alcohol, pero sabía que era por esa chica que ahora llevaba un top azul oscuro sobre unos pantalones negros.
Me acerqué a ella, movida por el ritmo palpitante de la música en mis venas y por la necesidad de no dejar pasar ni un segundo más sin hablarle, sin tenerla en mi vida. Puse una mano sobre su hombro y salió de su ensoñación; pareció tardar unos segundos en reconocerme pero sus ojos oscurecieron en cuanto lo hizo. Mientras la gente continuaba con su fiesta, ajenos al momento que estaban presenciando, me susurró al oído que saliésemos fuera.
Y el frío de la noche nos golpeó en la cara mientras nos acercábamos para sentarnos en un portal. Hablamos sin parar hasta que me pidió un cigarrillo. Y no sé si fue su voz, su pelo cayéndole sobre la cara o la forma en que jugaba con el cigarrillo entre sus dedos, pero con cada calada mi deseo aumentaba y en cuanto lo acabó me puse de pié, la atraje hacia mí y susurrándole un “no puedo más” la besé por primera vez.
Me dio su teléfono esa noche y hablamos a diario hasta que pudimos quedar una semana después, en un pequeño bar que a día de hoy es uno de mis sitios favoritos en el mundo. Hablamos durante horas entre las Heineken que se acumulaban en la mesa. Y sentí, ya entonces, que había algo especial, que con ella todo sería diferente, hasta el sabor de mi cerveza favorita. 
The Killers sonaban en ese bar ya casi vacío cuando volví del baño y noté que me había escrito algo en el posavasos. Aún conservo esa mezcla de corcho y plástico en la que escribió esas cuatro palabras que nunca olvidaré: Juntas romperemos la vida. Pregunté a qué se refería y disolvió cualquier duda con un beso mientras esperábamos a un taxi.
Desde aquella noche nunca he vuelto a ver las horas nocturnas de Santiago de la misma forma, nunca he vuelto a esa calle sin sentirme la chica más afortunada del mundo.
Me abrazó en el asiento de atrás del taxi que se dirigía a su casa y reí al acordarme de un viaje desde la facultad a un pub la noche de la gala xorcav de segundo, también en un taxi. Le conté mil anécdotas de esa noche, de mi vida, mientras me acariciaba el brazo por encima de la cazadora vaquera. 
Me desnudó entre la oscuridad de su habitación púrpura. Y durante varias noches, entre esas paredes, aprendí a abrazarla como nunca he abrazado a nadie, aprendí a ¿quererla? como a ninguna otra mujer que hubiera conocido.
Unos días después desperté una mañana rodeada por sus sábanas, la luz del sol se colaba entre la persiana semibajada y sonreí al verla dormir. Me levanté para ir a clase, ansiosa por empezar el día, por todo lo que la vida tenía aún preparado para mí. Encontré mi ropa esparcida aleatoriamente por el suelo y me vestí en silencio. Me paré en el espejo antes de salir con prisa del apartamento y fue entonces cuando me fijé en la marca roja de carmín que ella había dejado sin querer en el cuello de mi camisa blanca. Es imposible explicar ese momento, pero al ver su presencia en mi sonrisa, en el calor de mis mejillas y hasta en mi ropa supe que, irremediablemente, me había enamorado de ella; supe que tenía razón, que juntas romperíamos la vida. 
Comprendí esa mañana que nunca volvería a ser impar.

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