Duele saber que hay un millón de momentos, de sensaciones, de
sentimientos, de cosas que te gustaría compartir con alguien, que te gustaría
aportar o presenciar. Duele saber que, aunque tal vez algún día lo sea, ahora
no es posible, asequible, tangible.Pero
duele aún más ser consciente de que no valdrá cualquiera, de que no valdrá un
amigo por cercano que sea o un familiar, de que tal vez ni si quiera llegues a
encontrar a ese alguien.
Lo único que me ayuda a aliviar ese dolor es ir extendiendo
mentalmente esa lista de deseos exteriorizados y reflejados en papel, de cosas
compartidas. Porque sé que mi lista será cada día más larga. Porque sé que no
hay un principio concreto o un final escrito, porque el orden no altera el
producto.
Seas quien seas, estés donde estés, te conozca ya o no,
compartiría contigo tantas cosas… el último cuadradito de una tableta de
chocolate, las vistas desde mi habitación de la Torre Eiffel, el puente de
Manhattan o una playa en las Seychelles… el último rayo de sol, I’ll stand by you de The Pretenders, una
sonrisa entre lágrimas, un álbum de fotos… un viaje inesperado, el instante
justo antes a quedarte dormido, un baile en una boda, las últimas caladas de un
cigarrillo, una risa incontrolable… el sonido de la llave al abrir la puerta
cuando vuelva a casa, los siete años de mala suerte tras romper un espejo, una
manta en invierno y la ausencia de ropa en verano… un déjà vu o un
flashforward, el crujir del parqué que me hace saber que te has levantado, la
primera palabra de un niño, un beso robado, el olor a café recién hecho… el
ritmo alterado de los latidos de un corazón, una cerveza en una terraza,
cualquier capítulo de Friends, el calor corporal y el frío glaciar de una
mirada… la décima copa de Europa del Madrid, la lista de invitados de mi boda,
las últimas palabras de un poeta, el color verde de un mar no siempre en calma…
mis sábanas, mi mesa, mi paraguas, mi sofá, el cartel que señala Pontevedra en
la autopista… un sujetador recién comprado, la lluvia que nunca será púrpura, todos
los “te quiero” del mañana, elprimer
borrador de todo lo que escriba… un orgasmo agotador, un libro gastado por el
tiempo, la brisa en la playa, el primer par de tenis de bebé que compre… una
copa de champagne, mis labios en tu nuca, el miedo ante una decisión
importante, los triunfos, las derrotas… la butaca de una sala de cine, las
frases míticas que aún no se hayan dicho, el color indescifrable de mis ojos y
el sabor aún desconocido de tus labios… una tarde de domingo en el sofá, la
lentitud de un lunes, la energía incombustible de un buen sábado… un video
precioso que encuentre en youtube, una sorpresa, todas las películas que nos
queden por ver, un anillo en el dedo anular, promesas silenciosas, peleas a
gritos y dulces reconciliaciones… los atardeceres desde mi terraza, una comida
en verano en la finca de mis abuelos, los chistes malos de mi padre… mis
peluches, mis CDs, mi perfume… las noches de insomnio, unas Ray-Ban, el último
y primer día de cada etapa distinta de mi vida… la mesa de Navidad decorada por
mi madre, las batallitas de mi abuelo, los catorce de febrero, una partida a la
play con mi hermano… una invitación a la fantasía, la adrenalina en un parque
de atracciones, un beso en un semáforo, la reserva de un hotel, el saber a
ciencia cierta que estar contigo me convierte en lo que debía ser… los ideales
de una soñadora, la carta del Che a sus hijos, el vapor de la ducha en el
espejo del baño, las frases de mi libro favorito… un perro, una casa, un
chapuzón en una piscina a media noche… esperanza, confianza y deseo… la fe en
el amor…
Nuestros
caminos volvieron a cruzarse en un día extraño desde el principio.
Me levanté de la cama tras un
breve beso en el hombro desnudo de la persona que estaba a mi lado, y decidí
arreglarme un poco más que de costumbre, sin motivo aparente porque era un día
normal de trabajo. Fue como si tuviera que demostrarle algo al mundo… o a mí
misma.
- Estás preciosa – me susurró
desde la cama.
Le sonreí a través del espejo y
salí de casa con esa sonrisa, con esa sensación, para mí ya habitual, de ser
completamente feliz, de estar a gusto con la vida.
A las doce, en mi hora del
descanso, decidí no ir a la cafetería que está en frente de mi oficina y a la
que suelo bajar todas las mañanas. Ese día me apetecía variar, ir a un sitio
nuevo. Después de cruzar varias calles y caminar durante media hora me decidí a
entrar en una cafetería con cierto aire antiguo que me recordaba enormemente a
mi ciudad. Quizás por eso escogí ese
sitio en concreto a pesar de no conocerlo, tal vez era el día de reencontrarme
con mi pasado de algún modo.
Busqué con la mirada los
periódicos de la cafetería; ni uno libre. Y eso, ya de por sí, supone un
pequeño contratiempo en mi rutina diaria, ya que siempre aprovecho ese ratito
para ponerme un poco al día: viejas costumbres arraigadas por haber estudiado
periodismo, aunque no lo ejerza.
Con una sonrisa que me devolvió
amablemente le pedí un capuccino a la
camarera. Y sin periódicos a la vista saqué mi MP4 para entretenerme mientras
esperaba la bebida. Entonces, una fuerza que no sé explicar, me llevó a abrir
una carpeta de música que llevaba mucho, mucho tiempo sin escuchar: su carpeta,
nuestra carpeta. Tenía por título “W”. Si soy sincera llevaba mucho tiempo sin
pensar en ella, más del que era capaz de recordar. No sé que la trajo ese día
en concreto a mi mente, pero mientras sonaba la primera canción de la lista la
recordé con tanta intensidad como si todo hubiera sucedido ayer y no hace años,
como si el tiempo se hubiera detenido ese invierno del 2010 – 2011. La recordé
con dulzura, como siempre quise recordarla, sin rencor y sin el dolor, ya
borrado por el tiempo. La recordé como a cualquiera de esas personas que en
algún momento formaron parte de tu vida de un modo u otro y que, en
consecuencia, siempre formarán parte de ti y a las que siempre les tendrás
cariño a pesar de que a lo mejor el tiempo os haya distanciado.
Vi por el rabillo del ojo que la
camarera se acercaba a traerme el café y me fijé en que el local se estaba
vaciando, la gente volvía a su trabajo. Y entonces, tras diez minutos desde mi
entrada en la cafetería, me fijé por primera vez en la mesa del fondo, junto a
la ventana. Justo en el momento en que la camarera se alejaba y la gente de la
barra salía del bar, justo en ese instante, la vi. Bajé la mirada rápidamente,
como fulminada por la realidad, por las ¿coincidencias? de ese día, por la ironía
de la vida. Me miré las manos durante un segundo y en ese breve instante
comprendí que hay cosas en la vida que están predestinadas a ocurrir. Y sí,
quizás da algo de miedo pensar que haya muchas cosas que nos afectan y sobre
las que a lo mejor no tenemos ningún control, momentos programados, decisiones
impulsivas o aparentemente causales que nos llevan a momentos como este. Cuesta
entender o aceptar que la vida pueda ser, a veces, así de ajena a nosotros
mismos, los personajes que la viven, pero de verdad lo creo así; no puedo
evitar pensar que esas pequeñas decisiones (que yo me arreglara más esa mañana,
que no fuera a la cafetería de siempre, la ausencia de periódicos disponibles,
que yo escogiera su carpeta…) son pequeñas directrices que me han traído hasta
aquí, hasta este momento en que vuelvo a verla después de tantos años, en una
ciudad que no es la nuestra, en un sitio que no frecuento. Yo no creo en las
casualidades, creo en el destino. Serendipity. Y ese fue el momento en que
todas las piezas hicieron click en mi cabeza, en que todos los pequeños guiños
de la vida me hicieron saber que yo debía estar ahí ese día, que debía verla de
nuevo.
Y cuando me di cuenta de todo
esto, mientras me miraba las manos por debajo de la mesa, sonreí para mis adentros
ante ese efecto reflejo de agachar la mirada que me devolvía a mi adolescencia.
Sonreí porque verla me devolvía a esa etapa de mi vida, a ese verano previo a
la universidad y a ese primer año de carrera. Pero yo ya no era aquella chica
tímida que empezaba a amar y a descubrir la vida, yo ya no era esa niña que se
ponía colorada cuando una chica guapa y desconocida le sonreía en un autobús o
aquella chica con aspiraciones a mujer que no sabía bien lo que quería y que
tenía más inseguridades que certezas en su currículo en la vida… pero, sobre
todo, yo ya no llevaba conmigo ese peso enorme, esa añoranza de algo que no
había ni tenido, ni ese dolor que me hacía agachar la cabeza ante alguien que
me había conocido de verdad y que podía derrumbarme el alma y dejarme sin nada…
yo ya no apartaba la mirada, con miedo, ante nadie y mucho menos ante mi
pasado.
Así que, calentándome las manos
con la taza de café recién hecho, levanté los ojos hacia ella de nuevo. Le
sonreí y supe que, entre los recuerdos en el aire que separaban nuestras mesas,
ella también me había reconocido. Le sonreí con dulzura, con cierta nostalgia,
como quien recupera algo dentro de sí mismo, algo que hasta ese momento no
estaba del todo en paz.
Revolví el café con la
cucharilla y busqué entre la espuma a la chica a la que una vez había querido,
la imagen pasada de esa mujer sentada en la mesa del fondo. O puede que buscara
en la cafeína mis emociones de aquella época, tan invisibles en esa taza como
lo fueron durante mucho tiempo para el resto del mundo. Puede que cometiera
errores propios de la edad, de un primer amor inexperto y en una época muy
complicada, con probabilidad la más difícil de mi vida. Pero aún ahora, después
de tantos años, soy capaz de palpar tanto como la taza que tengo en mis manos,
el amor que sentía por ella en su día. Y sé, pese a lo mal que acabamos, pese a
no haber vuelto a hablar con ella, que para mí fue real, que aquellos meses los
viví como si fueran décadas.
Doy un sorbo al café y noto el
sabor amargo en los labios, el de esas decisiones mal tomadas, el de esos
impulsos tan propios de mí y a lo mejor tan incorrectos; el sabor agridulce de
aquel primer corazón roto que tardó tanto tiempo en curarse. Pienso en
levantarme e ir a hablar con ella pero… ¿qué iba a decirle después de tantos
años? Si algo siento, si de algo me arrepiento, es de no haber conseguido
encontrar la manera de permanecer en su vida sin hacernos infelices a ninguna de las dos, si algo echo de menos
en esa cafetería después de tantos años, no es nuestra relación, sino el poder
mirarla y saber quién es. Pero el tiempo pasó y ninguna dio señales de vida,
ninguna dio su brazo a torcer y poco a poco le perdí la pista. No conozco sus
motivos, tal vez también le hice daño o no podía verme como a una amiga, tal
vez, simplemente, me consideraba un capítulo del libro y no un personaje
recurrente en la historia… no lo sé, nunca llegué a saberlo, pero ¿qué más daba
ya? Solo sé que en mi caso tal vez necesitaba esa distancia para llegar a
superarlo pero que al mismo tiempo, el
hecho de que se alejase precisamente ese año en que tanto la necesité como
amiga, fue determinante, fue lo que terminó de hundirnos. Para cuando superé
los malos momentos y me quedé solo con lo bueno de nuestra relación, ya había
pasado demasiado tiempo, con su ausencia ya se había perdido demasiadas partes
de mi historia.
Me pregunté entonces si ella
también vivía ahora allí, a qué se dedicaba, si era feliz, si alguna vez
pensaba en mí, si sus sueños también se habían hecho realidad… me pregunté qué
impacto había tenido yo en su vida, porque siempre supe que ella fue una de
esas personas cuyo impacto no se borraría nunca de la mía.
Un par de años después de
dejarlo pensé en llamarla, sonreí ante la idea de volver a escuchar su voz, pensé
en decirle, simplemente, que esperaba que todo le fuera bien, que quería que
todo le fuera bien. Pero luego pensé que si ella no había hecho esa llamada tal
vez fuera por algo, aunque yo desconociese los motivos; tal vez yo ya sobraba
en su vida tanto como a lo mejor ella sobraba en la mía (por mucho que yo nunca
quisiera verlo así), quizás nadie hace ese tipo de llamadas y ese era tan solo
otro ejemplo de que mi sonrisa desentona con el mundo… o con casi todo
el mundo.
Me acabé el café con un último sorbo,
saboreando los restos de azúcar que se acumulan en el fondo por mucho que
revuelvas. Y con esa dulzura en los labios recordé nuestros buenos momentos,
los recuerdos que siempre conservé en un lugar privilegiado de mi mente. Repasé
mentalmente las sorpresas, los mensajes, las conversaciones a oscuras por
teléfono hasta quedarme dormida, las miles de historias que le di o que no
llegué a darle pero que estaban inspiradas en ella. Recordé mi primer libro,
nuestro primer beso, nuestra primera vez.
Vuelvo a sonreírle mientras le
pido la cuenta a la camarera y espero que entienda, desde el otro lado de la
cafetería, que le estoy dando las gracias en silencio por lo que hace un tiempo
me hizo sentir, espero que sepa que resto las decepciones, el dolor y los malos
momentos de nuestra ecuación y me quedo tan solo con esas sensaciones que
paralizaron mi mundo y que hicieron de aquellos momentos unos de los mejores de
mi vida. Tan solo por eso, valió la pena.
Hay una especie de juego al que
a veces recurro que consiste en barajar mentalmente las distintas posibilidades
que has tenido a lo largo del tiempo e imaginar los diversos caminos que podría
haber seguido tu vida si hubieras tomado cierta decisión y no esa otra que
tomaste. Es un poco como juntar todos los “y si…” de tu historia para formar
una nueva con las distintas piezas del puzle. Y en ese instante comencé a
imaginar que podría haber pasado con ella: ¿y si no lo hubiéramos dejado? ¿y si
yo hubiera tenido más paciencia o ella menos miedo? ¿y si la hubiera conocido
en otro momento?... Hay un millón de posibilidades, de vidas paralelas a la
tuya que se bifurcan en una sola decisión de las que tomaste. Cuando juego a
esto no es porque no esté a gusto con mi vida o porque crea que me he
equivocado en esas decisiones… es decir, seguro que me he equivocado en más de
una, pero eso me ha llevado a donde estoy hoy, y no podría ser más feliz de lo
que lo soy en este momento de mi vida, no creo que sea humanamente posible. Es
algo que simplemente viene en el pack de tener una mente de escritora que
siempre busca de forma inconsciente nuevas historias.
Revuelvo con la cuchara la taza
vacía y levanto la vista hacia esa mesa del fondo en la que se encuentra esa
chica. Y por primera vez en esa cafetería la veo a ella, a la mujer que es hoy
en día, con sus cambios, su madurez añadida por los años. Se ha dejado crecer
el pelo, antes lo llevaba mucho más corto. Y no puedo evitar fijarme en que,
evidentemente, no tiene la cazadora negra que tanto me gustaba. Pero creo que
son sus ojos, su sonrisa, los que más me hacen notar que ha cambiado, que ha
crecido y que yo no he estado durante ese tiempo, de la misma forma que ella no
ha estado en mi vida. Y es triste, pero es muy probable que en ese momento
seamos dos personas distintas casi por completo, que solo quede un leve
recuerdo de esas dos chicas que un día se quisieron.
Entonces me suena el móvil. Un
mensaje de mi mujer acompañado de una fotografía. Y ese simple mensaje me
devuelve a la realidad, borra todos los “y si…” posibles, me recuerda por qué
soy tan feliz. En ese momento tengo la total certeza de que he tomado las
decisiones correctas o de que otros las han tomado por mí, pero sea como sea,
estoy exactamente donde y con quien debía estar; y no me refiero a esa
cafetería. Tal vez debía verla de nuevo para entender que hizo lo correcto al
dejarme que si no lo hubiera hecho puede que hoy no estuviera aquí.
Se me dibuja una sonrisa en la
cara al ver el mensaje y es esa la sonrisa más cargada de felicidad de todo el
día, la más espontánea, la más mía. En la foto aparece nuestro niño de cuatro
años con el gorro que siempre quise comprarle, muy parecido al mío, y que ella
había encontrado en una tienda esa mañana. Es una tontería pero noto como los
ojos se me llenan de lágrimas. Ella sabía que esa foto me haría ilusión. Con
ese pequeño detalle, con uno de los miles que ha tenido conmigo desde que la
conozco, confirmo una vez más que soy la mujer más afortunada del mundo. La
llamo y nos reímos por teléfono y le prometo que llegaré pronto a casa para
comer. Pienso en lo surrealista que me parece que me haya pasado todo en un
solo día y, mientras, juego con el anillo de mi dedo anular. Busco dinero para
pagar el café y escribo una nota que le doy con discreción a la camarera para
que se la entregue a la chica de la mesa del fondo.
La saludo
levemente con la mano mientras me dirijo a la salida y, cuando cierro la puerta
siento que también, tras muchos años, he escrito el último capítulo de una
historia. Cruzo la calle y a través del cristal veo como lee la servilleta en
la que he escrito:
“Todo el tiempo que malgastaste conmigo, ahora me siento importante”
Me sonríe a través de la
cristalera. Solo ella y yo sabíamos lo que esa frase de “El principito”
significaba.
Me esperan en casa para comer, así que tras una última mirada de
complicidad meto mis manos en los bolsillos de la gabardina y cruzo la calle.
Nunca más volvimos a vernos.
Cuando años atrás ella me
escribió esas palabras que yo ahora le entregaba en una servilleta, yo aún tenía diecinueve años y ella
aún era el amor de mi vida.