Cuando conocí a Dana los ojos le brillaban como si
hubiera fumado maría toda la noche. Fue hace tanto tiempo que no recuerdo el
año o el mes exactos, pero sí el detalle de los ojos. Era dulce, cariñosa y
sensible. Y guapa, tremendamente guapa. Pero lo que más me impactó fueron sus
ganas de fiesta constantes. Aunque quizás la palabra exacta no sea fiesta sino
aventuras. Dana estaba tan cargada de vitalidad que apenas podía contenerla y
se apuntaba a todo plan, viaje o sugerencia que surgiera a lo largo de los
días. Poco a poco, tras varios meses a su lado, comencé a comprender que esa
era su forma de escapar de sí misma. El cuerpo presente de Dana estaba tan
distanciado de su mente, a tantos años luz de distancia de ese espacio
abstracto donde convergen las ilusiones, las decepciones, los recuerdos, los
sueños cumplidos y los frustrados, los sentimientos nunca expresados, que temí
no conocer nunca ese aspecto suyo, que ambos planos no coincidieran jamás en la
misma dimensión.