Cuando conocí a Dana los ojos le brillaban como si
hubiera fumado maría toda la noche. Fue hace tanto tiempo que no recuerdo el
año o el mes exactos, pero sí el detalle de los ojos. Era dulce, cariñosa y
sensible. Y guapa, tremendamente guapa. Pero lo que más me impactó fueron sus
ganas de fiesta constantes. Aunque quizás la palabra exacta no sea fiesta sino
aventuras. Dana estaba tan cargada de vitalidad que apenas podía contenerla y
se apuntaba a todo plan, viaje o sugerencia que surgiera a lo largo de los
días. Poco a poco, tras varios meses a su lado, comencé a comprender que esa
era su forma de escapar de sí misma. El cuerpo presente de Dana estaba tan
distanciado de su mente, a tantos años luz de distancia de ese espacio
abstracto donde convergen las ilusiones, las decepciones, los recuerdos, los
sueños cumplidos y los frustrados, los sentimientos nunca expresados, que temí
no conocer nunca ese aspecto suyo, que ambos planos no coincidieran jamás en la
misma dimensión.
Me fijé a lo largo del tiempo en que cuando estaba con
mucha gente se tapaba la boca al reír y una noche, curiosa, le pregunté el por
qué; fue su respuesta y no sus manos siempre frías la que me dejó helada: “Tengo
miedo a que alguien se dé cuenta de que
no me rio de verdad”. Los ojos se me llenaron de lágrimas mientras se alejaba
por la calle, camino de no se sabe dónde, lo más lejos posible de allí mismo.
Creo que esa fue la frase más sincera que escuché nunca de sus labios, el
atisbo más cercano de que Dana era real.
Llegué a saber a lo largo de los años que alguien la
había destrozado, que alguien desde muy pequeña le había hecho creer que no era
lo suficientemente buena, que no se merecía ser la primera opción, ni que nadie
se esforzarse por estar a su lado, por hacerla feliz. Crecer creyéndote una
persona predestinada a un segundo puesto te lima la autoestima hasta un punto
de quebrarte por cualquier pequeño detalle o hasta el punto de levantar
barreras que nadie pueda atravesar. Dana optó por la segunda opción. Prefirió
las madrugadas de fiesta, los viajes improvisados, las conversaciones lo más
lejos posible de nada que tuviera que ver con ella. Si no llegabas a conocerla
tampoco podrías decidir nunca que ella no era suficiente. Pero, al mismo
tiempo, era consciente de que nunca llegarías a amarla, porque en realidad no
la veías.
La noche en que Dana me dijo esa frase supe de inmediato
que nada ni nadie podría sacarla de ese bunker en el que la se habían
encerrado. Pero eso no evitó el que yo lo intentase. Con toda mi alma. Hasta el
punto de notar como su corriente comenzaba a arrastrarme a mí, hasta que me
rompió tanto por dentro el no conocerla que dejé de reconocerme a mí. A veces,
durante un breve instante, dejaba entrever un pequeño atisbo de sí misma, un
recuerdo de hace tiempo o una anécdota casi olvidada; en esas contadas
ocasiones en que algo se le escapaba como por error podías ver tanto a la niña
que fue como a la mujer en que pudo convertirse… en otro mundo en que su vida
no fuera suya, en que su pasado no la hubiera atrapado. De pronto apartaba la
mirada hacia la nada y sabías que había vuelto a su espacio, que la habías vuelto
a perder sin llegar nunca a tenerla. En otras ocasiones me miraba con toda la
profundidad de sus ojos azules, levantaba la mano para acariciarme en un gesto
íntimo reservado a mí y se detenía en el aire a medio camino, sin llegar a
tocarme nunca, apretando los puños con toda la frustración del mundo tras perder
una batalla en la que ni sabía que luchaba.
Dana nunca conoció esa sensación de satisfacción
reservada a los vencedores, ese júbilo exaltado de todos los que te rodean, los
quince minutos de fama. Dana nunca supo lo que era ganar y un veinte de julio
de un año cualquiera perdió la batalla más importante: su vida.
Encontraron su cuerpo rodeado de unas fotos que no
conocíamos, de una vida que no era la suya, empapado en una sangre que nunca
pudo demostrar tener. Dana no aguantó los golpes constantes, las decepciones a
quemarropa, las sonrisas forzadas y las eternas despedidas. Se puso su mejor
vestido de fiesta, se pintó de rojo sus labios perfectos y se fue sin decir ni
una palabra, sin que ninguno tuviéramos ocasión de retenerla unos segundos más,
de prolongar una decisión que había tomado mucho tiempo atrás.
En una ocasión tras aquella reveladora conversación en el
medio de la calle traté de hablar con ella, traté de llegar a ella, con un
resultado esperadamente insatisfactorio. Me miró como dándome las gracias pero
terminando el tema de inmediato. No había palabras suficientes ahora para
cubrir el peso de las que jamás le habían dicho. Nunca me lo dijo pero sé que
acumulaba tantos antidepresivos como malos recuerdos, tantas noches en vela
como estrellas en el cielo, tantos cigarrillos en su mesilla como quemaduras
internas. Y mientras ese día, derrotada, cerraba la puerta de su casa para
volver a mi vida, en mi cabeza sonaba “The funeral” y supe que cualquier día
podía ser el último.
Nunca tuvo una oportunidad real de lograrlo, su margen de
error siempre estuvo en cero y su equilibrio era inexistente, pero aun así
nadie puede enseñarte nunca a vivir con ese miedo, a vivir tu rutina sabiendo que
cualquier día sonará el teléfono y alguien te dirá que se ha ido. Nadie puede
prepararte para el golpe. Y efectivamente cuando esa llamada llegó, cuando supe
que la habíamos perdido, el mundo me pareció completamente diferente, como una
versión descafeinada, como un agonizante error que se prolonga en el tiempo.
Nunca pude reponerme del todo. Todos sabíamos que nadie podía salvarla, que
solo ella misma podría haberlo hecho, pero eso no impidió que la culpa nos
acompañase por siempre, como una sombra pegada a nuestro cuerpo, como si Dana
estuviera ahora más cerca de nosotros que cuando estaba viva. En una cruel
broma del destino Dana había conseguido con su ausencia lo que siempre añoró en
vida, sentirse parte de algo y de alguien, una compañía constante de aquellos
que un día la quisieron.
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