viernes, 15 de marzo de 2013

Verónica


Conocí a Verónica en un bar del que yo era habitual y en el que ella nunca había estado antes (y a veces aún dudo de que realmente estuviera allí esa noche). Llevaba puesto un jersey gris sobre unos vaqueros, el pelo recogido en una trenza de lado y la sonrisa más brutal que he visto en mi vida. Coincidimos en la barra para pedir una cerveza (una excepción, yo desde luego no bebo) y empezamos a hablar. A veces lo pienso: si hubiera ido cinco minutos más tarde no la habría conocido… si hubiera seguido el consejo rácano y sobrio de mis amigas no habría ido a por una cerveza… Pero fui. La encontré. Llegué a conocerla. Y puede, incluso, que la quisiera con la intensidad con la que deseas lo más bonito que puedes tener.
Tardamos unos escasos diez minutos en besarnos y treinta en coger un taxi para ir a su hotel. No sé si quiera si llegué a probar la cerveza, ella fue la más perjudicada y abandonada de la historia pero también el dinero mejor gastado.
No sé si fui para ella un rebote tras una ruptura, si solo pretendía pasárselo bien o si salió esa noche con la esperanza de encontrar al amor de su vida. Nunca se lo pregunté, ni ella a mí. Probablemente por miedo a que contestase eso último. Hay un pequeño dato que no os he contado: Vero volvía a Barcelona al día siguiente. Y quizás, de haberme contestado eso, yo me habría ido detrás, sin importarme el trabajo o no tener donde quedarme. Y ese era un impulso que aún no estaba dispuesta a seguir. Verónica y su sonrisa eran maravillosas, pero no como para cruzarse un país tras una sola noche juntas.
Después de pasar la mañana del día siguiente tumbadas en la cama y hablando de todo y de nada, me pidió que la acompañara al aeropuerto. Y me despidió con un beso en la cola de embarque digno de cualquier historia de playa que se precie. Y tras verla marcharse pensé: Ya está. Eso fue todo, su presencia en mi vida fue fugaz, brutal, estelar como el de una estrella invitada a aparecer en una serie. Pero para bien (y para mal) me equivoqué. Volvió a llamarme cuando vino a Santiago tres meses después, al año siguiente y en varias ocasiones en el futuro. Nuestra dinámica seguía siendo la misma en cada ocasión.
Verónica tiene altibajos pero es adictiva. Es intermitente pero incandescente. Y nunca, nunca, nunca tiene frío; eso me encanta. No hemos ido juntas al cine ni conoce a mis padres, pero es mi compañera de aeropuerto, de cama, de una historia cercana pese a la distancia. Porque eso es lo peor, da igual que la vea en Santiago o en Barcelona, despampanantemente desnuda o cansada tras un viaje, Verónica es llegar a casa. Y eso es lo que más miedo me da.
Parece extraño que unas cuantas noches en una vida puedan pesar tanto, que no cambiemos esa relación.  Ahora hace tiempo que no la veo y de vez en cuando se pasa por mi mente y es como una punzada de dolor. Como ese concierto de tu grupo favorito al que no conseguiste que tus padres te dejaran ir o del que no pudiste comprar las entradas a tiempo; y algunas veces cuando escuchas sus canciones viene a tu mente ese recuerdo que no existió y sientes una punzada de añoranza. Pero no por ello vas a dejar de escuchar tus canciones preferidas porque lo que te aportan bueno es mucho más grande que la parte mala. Eso es ella para mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario