La boda de Laura fue nuestro nexo
de unión. Yo decidí volar desde Nueva
York para asistir, Ana había vuelto a España el año anterior y, en definitiva,
sería la primera vez tras seis años en que nos juntaríamos todas de nuevo. Ese
encuentro en el Perk unos días antes de la boda fue el primero. Después quedé alguna vez con alguna de ellas por separado y
hablé con Brenda justo antes de que la ceremonia empezara, pero el siguiente encuentro
real, en que pudimos estar solas y más o menos tranquilas no se dio hasta el
banquete. Sabia e irónicamente Laura nos había sentado juntas y cerca de la
mesa presidencial en la que estaba ella, quizás para ser testigo de algún modo
de cómo se desenvolvía la velada.
Volver a Pontevedra me producía
sentimientos contrapuestos. Pasear por las calles de la zona vieja, visitar mi
colegio, tomarme algo en una terracita, comprobar las cosas que habían cambiado
y asegurarme de las que permanecían igual, hacía que me arrepintiera de no
haber vuelto antes, de no haber hecho al menos una escapada en todos estos
años. Como si de algún modo el miedo a volver a Galicia, a encarar todo lo que
había dejado atrás, me hubiera derrotado. Por otra parte, ahora que paseaba con
Emily y le enseñaba mi pequeña ciudad, me envolvía también una sensación de
victoria, de triunfo, la satisfacción de haber regresado a tu origen habiendo
conseguido lo que siempre añoraste.
Pero no nos engañemos; mi mayor
reencuentro en Pontevedra no era con la ciudad sino con ellas. Con nadie había
dejado tantas conversaciones pendientes, tantos asuntos sin resolver, como con
las niñas. Empezando porque tanto mis amigos de la facultad como mi familia
sabían cuando me iba, pero ellas no. A eso hay que sumar que no me despidiera,
todo lo que pasó con Brenda, las conversaciones posteriores que tuve con el
resto, las frases a medias, los reproches silenciosos y las ausencias
acumuladas a lo largo de los años.
Pero todo reencuentro es también
en cierta forma una despedida. Los recuerdos que un día compartisteis dejan
paso a nuevos momentos, oportunidades, experiencias.
Me doy cuenta de que el recuerdo
que conservaba del eco de sus voces no es exactamente igual al que ahora
escucho mientras las observo. Me despido de él e intento memorizar este nuevo.
En vano. Si pasase otros seis años sin verlas volvería a olvidarlo. Las voces
de las personas son quizás su rasgo más característico y, sin embargo,
paradójicamente es lo primero que olvida la memoria. Olvidar.
No creo que exista un verbo más devastador. Te gana la partida incluso
antes de empezarla.
Me despido también de la imagen
que tenía de ellas. En seis años algunas han cambiado bastante, yo la primera.
Ni sus gestos me parecen ya los mismos… Aunque quizás lo sean. Igual soy yo la
que no los reconoce; el tiempo puede conseguir trucar tu mente, retocar tus
recuerdos. Te la juega sin que te des cuenta.
Pero hay cosas que sí permanecen
igual a como tú las conservabas en la memoria: el tacto de Lidia, las miradas
cómplices de Ana, el pelo de María, la ironía de Laura y el color de los ojos
de Brenda bajo el sol. Recortes de una vida, de nuestras vidas.
Y ahora, aunque soy inmensamente
feliz, si alguien me lo plantease volvería sin dudarlo a aquellos años en
Santiago. Porque pese a todo lo malo y aunque la estadística nunca ha sido mi
fuerte, aquellos fueron con toda probabilidad los mejores años de mi vida. Todo
el tiempo libre del mundo que podías invertir en no ir a clase y pasarlo de
terraza en terraza con tus amigos ahora me parece casi un sueño.
Quedan muy lejos ya esos pequeños
impulsos de entonces que me llevaron por caminos inciertos y a veces erróneos,
pero también por los pasajes más maravillosos que he vislumbrado. Y pese a esos
impulsos, o por ellos, nunca he sido tan fiel a mi misma como en aquella etapa.
También mi cuerpo ha cambiado.
Cambios pequeños y paulatinos, pero me doy cuenta de que ya no salgo hasta las
diez de la mañana con la misma frescura que entonces y, desde luego, no con la
misma frecuencia.
Si algo caracteriza a mis padres
es que nunca han sido de esos con una
lista de restricciones tremenda, esa clase de padres que asfixian a sus
hijos para que no cometan los mismos errores que ellos, potenciando así las
posibilidades de que eso ocurra. Siempre me han dado banda ancha y me han
permitido tomar mis decisiones y por eso les estaré eternamente agradecida.
Pero sí que es cierto que aquellos primeros años de completa independencia
fueron como un soplo de libertad que me calaría hasta los huesos. No tener que
avisar a nadie si de repente surgía un plan improvisado para salir de fiesta un
martes, un jueves, un viernes o un lunes. No tener que llamar para decir que te
quedas a comer fuera, que vas al cine y llegarás tarde o que has decidido pasar
unos días en casa de una amiga. Poder traer a casa a quien querías cuando
querías y dormir con quien te diera la gana sin tener que dar explicación alguna.
Y, en definitiva, tener mi propio espacio e independencia que me permitieron
arrancar la vida y empezar a entenderla de una forma distinta.
Empezar a entender a base de
golpes que hay besos que nunca debí dar, otros que nunca podré dar y algunos,
los elegidos,
que me quemarán para siempre. Comprendí en mayo del 2014, mientras arrastraba
la maleta en el aeropuerto, que aquellos besos irían para siempre conmigo.
Y es que mi corazón nunca ha
estado tan desprotegido como entonces. Se puede decir que si alguna vez me he
tirado a la piscina sin saber si había agua, desde luego fue en aquella época.
Ella era mis noches de fiesta pero también mis mañanas de dolorosa resaca, era
besos robados sin un ladrón definido, era todo lo que quería y lo que sabía que
nunca alcanzaría. Y aunque mi perspectiva de la vida, del amor, de las mujeres
y la amistad ha variado un poco desde entonces, ahora que he vuelto me pregunto
también si no fue en aquellos años cuando quise de la forma más pura, sin escudos,
sin frenos, sabiendo que nunca obtendría nada por ello. Y en cierta forma me
despido un poco de esa persona que fui, del ideal que tenía del amor, porque mi
fotografía real, mi pareja en la vida, se encuentra ahora a mi lado.
Pero sobre todo en este tipo de
reencuentros la mayor de las despedidas no es con los momentos que has vivido,
has dejado atrás y miras ahora a través del retrovisor, sino con aquellos que
nunca llegaste a presenciar. En esa mesa blanca, entre copas de champagne,
brindis y risas, me despido también de todos esos instantes que nunca hemos
podido compartir estos años: de los baños al atardecer en las playas de
California, los paseos por Pontevedra, los cumpleaños a los que no asistimos, las
ciudades que nunca conocimos juntas, las llamadas que no hicimos, las sonrisas
que no vimos dibujarse, los besos y abrazos sin llegada, las noticias que nos
llegaron pero de las que no nos sentimos partícipes, los conciertos, Navidades,
los primeros y últimos días de un trabajo, las cartas sin sello, las patadas de
un bebé y el sabor inconfundible de las lágrimas de alegría. Amor,
desconcierto, dolor, triunfo, fracaso y progreso. Atrás quedaron ya todos esos
sentimientos que no sentimos juntas, de igual modo que aquellos que vivimos
codo a codo, a corazón abierto durante nuestros años en Santiago.
Pero esa es ya otra historia. Y en
muchos sentidos aquellas eran otras chicas. Ahora solo conocíamos, o yo por lo
menos, aquello que las otras decidían compartir con el resto, una pequeña
fracción de sus vidas que no era comparable a las de aquellos años. Demasiados
cambios, demasiadas despedidas que me llevan, aún más, a la parte nostálgica de
mi mente.
Del 2010 al 2014 fue una etapa de
primeras experiencias, de sueños y sorpresas en la que todo parecía posible y
probablemente todo era posible: Marcharte a California con poco o nada, que
unos jugadores del Obradoiro te lleven en coche una noche de fiesta,
encontrarte con tu primer amor cada verano en las fiestas de tu ciudad, el gol
de Ramos en el minuto 92, acabar en una fuente a las tantas de la mañana con
tal de ganar una apuesta, pasar más horas en coffee shops en Amsterdam que el
resto del año en la facultad, España ganando un mundial, acabar tiradas en la
arena al grito de cuerpo a tierra, subir cinco veces seguidas al Shambala, beber
ginebra toda la noche pagando dos euros, encadenar una ciclogénesis tras otra,
tirar un colchón por las escaleras de tu residencia o que un extranjero en
Sevilla invite a chupitos de tequila a doce personas por ser tu cumpleaños, el
quinto de ese año.
Pero no solo para mí lo fue,
también para ellas la banda sonora de aquella época podría haber sido Anything could happen: Conocer a tu
ídolo y amor platónico, trabajar en una cárcel, ver el musical del Rey León, un
beso en Picadilli Circus, bailar reggeton 24 horas al día siete días a la
semana, ligar con un italiano tras otro, marcarte un All the week, compartir un
momento íntimo con unos pescadores como testigos, salir de un local como si te
hubieras duchado, una llamada a tus padres a las cinco am para decirles que te
quedas en casa de una amiga – this is peñas – viajar a York, Londres, Madrid,
Mallorca, Chanteiro, El Algarve, Newcastle o República dominicana, tener un
pene de plástico y un conejo de peluche en tu salón o nombrar a tu piso
Tijuana.
Nos habían dicho que la vida no
era fácil pero a veces, en aquella época, se nos olvidaba. Quizás cuando te
rodeabas de la gente adecuada y buscabas en ti la fuerza necesaria, la vida
podía ser mucho más maravillosa de lo que creías. Quizás cuando no lo veías
venir lo inesperado se hacía realidad. La magia que envuelve la vida se vuelve
palpable cuando la gente a la que quieres te invita a creer en ella. Como sobrina
de un mago he tenido la magia presente desde muy pequeña, pero la invitación al
mayor espectáculo de magia del mundo, ése que une a las personas para siempre, me
llegó un día de septiembre del 2010, cuando comencé esta aventura que sería
conocerlas.
Cuatro años después, cuando esa
aventura llegaba a su fin y ya había decidido que iba a irme a California, en
esos días después de mi graduación y de despedirme también de mis amigos, una
canción rondaba mi mente constantemente. Yo, tan dada a asociar personas o
momentos con canciones determinadas, formando un poco la banda sonora de mi
vida. La de aquella época era sin duda Time
of our lives de Tyrone Wells.
Desde entonces nos han pasado mil
cosas: ilusiones, decepciones, cambios, despedidas… Hasta este momento. Y en
cierta forma me alegra tener esta especie de final, este reencuentro que es
como un broche para cerrar historias, cerrar el círculo, eso que los ingleses
denominan “closure”.
Siempre me han gustado los
finales, no hasta el punto de leer las últimas páginas de un libro antes de
empezarlo, porque en mi opinión así pierde su esencia, esa tensión e
incertidumbre previas al desenlace que son tan importantes como éste. Pero sí
que es cierto que siempre me han maravillado los finales: alegres, mágicos,
carismáticos, devastadoramente trágicos o sorprendentemente tiernos. Como en
una frase de la serie Pretty Little Liars,
“you are big on happy endings”. Pero
incluso cuando no lo son me atraen, sobre todo cuando los autores, actores o lo
que sea consiguen que me meta de lleno en el personaje, me ponga en su
situación, sienta su pérdida, añore sus años pasados o luche sus guerras. Lloré
como una enana cuando llegó el momento de despedirme de Friends, me desesperé con el final de Los Serrano, me identifiqué con el de La vida de Adele, esperé años para ver el de Perdidos, nadie podría olvidar el de Titanic y mi debilidad es el de Breakfast
at Tiffany's. Todos esos momentos grabados en mi retina y que vuelven a mí
en forma de flashes cada vez que pienso en el término acabar: Graduaciones, mudanzas,
despedidas en una cola de embarque, cajas de recuerdos que llevarme conmigo,
1999, sonrisas agridulces… Tom Hanks regresando de la playa en Náufrago, Thelma y Louise saltando del
acantilado, el niño de La vida es bella
en el tanque americano, Danny y Sandy cantando y conduciendo hacia el
atardecer, la estación de Kings Cross, las canciones Goodbye my lover y Someone like you y el sabor de la nicotina
en tu último pitillo. Nosotras, juntas de nuevo, riendo, bailando y charlando
en la boda de Laura. Como si el tiempo se hubiera detenido.
Pero casi todos estos desenlaces
tienen algo en común: a pesar de ser un final son también en cierta forma el
comienzo de una nueva historia. Ésa termina pero los protagonistas, juntos o
por separado, en ese instante o años después seguirán con sus vidas y vivirán
nuevas aventuras. Del mismo modo, con este final se abría ante nosotras un amplio
abanico de posibilidades. Tal vez el tiempo, caprichoso, volvería a juntarnos.
Tal vez este fuera solo un paréntesis y después yo volvería a Nueva York y
ellas también seguirían con sus vidas y nuestros caminos igual nunca volverían
a cruzarse. Puede que consiguiésemos escarbar en el pasado y retomar nuestra
especial unión de entonces. O mejor aún, quizás consiguiésemos dejar un poco al
lado las personas que fuimos en la universidad para poder reencontrarnos de
verdad, volver a conocernos, conocer a las personas en quienes nos habíamos
convertido.
En todos los finales quedan
interrogantes abiertos y el nuestro no iba a ser menos. Un millón de preguntas
rondaban mi cabeza mientras la música, el sonido de las copas y las
conversaciones envolvían el ambiente. ¿Seríamos capaces de olvidar realmente lo
que pasó hace años y perdonarnos mutuamente por los errores que entonces
cometimos? ¿Existían de verdad las segundas oportunidades? ¿Arreglaríamos
alguna vez Brenda y yo las cosas? ¿Hasta qué punto era posible seguir queriendo
a alguien a quien puede que ya no conocieses? ¿Tiene la amistad fecha de caducidad?
Veréis, siempre me han gustado los
finales sí, pero los ajenos. Meterme en la piel del protagonista, sufrir como
la que más hasta que consigue o no su ansiada felicidad. Pero en realidad nunca
he llevado bien mis finales, me cuesta escribirlos y de hecho retraso el
momento todo lo posible, me pone nostálgica y nerviosa cada cambio de etapa en
mi vida y siempre me lleva un tiempo digerirlos. Por eso me costó tanto irme en
el 2014 y por eso prefiero pensar en la boda de Laura como en el reencuentro
que tanto esperábamos y no como en la despedida que no tuvimos años atrás. Confío
en que sepamos encontrar un hueco en la vida de las otras en esta nueva etapa.
Confío en que las historias locas
de María sigan inspirándome a escribir años y años y en que pueda volver a
traspasar esa coraza con la que a veces se protege del resto del mundo. Me
sentí privilegiada por conocer a la verdadera María y ojalá pueda algún día
volver a tenerla tan cerca.
El primer libro que dediqué en mi
vida fue para Lidia por no poder asistir a su boda y confío ahora en poder
seguir dedicándole la primera edición de todo lo que escriba y ojalá pueda ella
ser partícipe de la mía. Ojalá no volvamos a estar ausentes en los momentos
importantes de nuestras vidas.
Ojalá se reduzca la distancia que
aún me separa un poco de todas. Confío en que Pontevedra y Nueva York no nos
parezcan tan lejanos, nuestros reencuentros no sean tan espaciados en el tiempo
y el niño de Laura pueda algún día jugar con uno mío. Ojalá ninguna de las dos veamos tan grandes como entonces las
diferencias, ni tan graves los errores y ojalá hayamos aprendido que quizás es
mejor una persona imperfecta que, a su manera, te quiere de verdad que alguien
que aparenta la perfección pero nunca te dirá lo que piensa. Ojalá la
indiferencia nunca se instale en nuestras vidas.
Confío en que los ojos de Brenda
sigan brillando con la misma fuerza y en que permanezca su forma desordenada de
ver la vida que al mismo tiempo la convierte en un viaje intenso y memorable.
Ojalá encuentre, si no lo ha hecho ya, la felicidad que tanto se merece. Confío
en que ahora que ha pasado el tiempo podamos darnos cuenta de que no éramos tan
diferentes: tomábamos decisiones impulsivas para escapar de otras, teníamos un
lado a veces caprichoso y visceral y cuando alguien nos decepcionaba, sobre
todo si éramos la una a la otra, nos dolía de verdad. Ojalá los buenos
momentos pesen más en su recuerdo que las decepciones, ojalá podamos crear
otros nuevos.
Confío en que Ana venga a visitarme
pronto y en que aunque la Ruta 66 nos quede ya un poco desfasada y a desmano,
podamos hacer otro viaje más cercano pero igual de loco, más familiar si acaso
pero no por ello menos divertido. Y es que en mi graduación en aquel 2014 mi
padrino de promoción dijo una frase que se me quedaría grabada: “Los verdaderos amigos no son aquellos con
los que compartes noches de fiesta y copas (pueden serlo pero no es lo
esencial), ni si quiera son esos a los que les prestas tus llaves del coche o
de tu casa. Los verdaderos amigos son aquellos a los que les das las llaves
de tu vida”. Y del mismo modo que una vez le compré a Ana un billete a
California, hace mucho tiempo que compré otro pasaje para ambas, el más
importante de todos, el que te da derecho a compartir esas llaves, a ser
compañeras de vida.
Ellas compartieron mi vida en la
universidad, los buenos y malos momentos, los exámenes, fiestas, tardes de
lluvia, escapadas a la playa, los amores y desamores y todo lo que aquellos
años nos deparaban por delante. Y ojalá pueda decir dentro de mucho tiempo que las niñas siguen
siendo mis compañeras de viaje.
Y si por algún motivo eso no fuese
posible, siempre nos queda lo que hemos vivido. Y que nos quiten lo bailao, que
no ha sido poco.
Pase lo que pase yo las llevo
conmigo.
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