Estuve casi 6 años fuera… Unos 72
meses… cerca de 2.190 días, con sus noches, sus mañanas, sus momentos buenos y
sus momentos malos. Cerca de un total de 52.560 horas que llegaban a su fin. En
todo ese tiempo te puede pasar de todo, la vida puede cambiar de arriba abajo y
que haya muchas más cosas que se han transformado que aquellas que permanecen
intactas. Y de todas esas horas y minutos que pasé lejos de mi ciudad natal, en
mi historia con Lidia destacan los consumidos en cuatro llamadas concretas que
me hizo a lo largo de los años.
La primera fue al poco tiempo de
llegar, a las dos semanas o menos. Lidia estaba preocupada por si estaba bien,
si había encontrado donde vivir y si me manejaba con el inglés. En determinados
momentos intentó preguntarme por Brenda, por qué no habíamos hablado desde que
me fui, si yo estaba bien… Me pareció bastante impropio de Lidia, que por otra
parte siempre se había mantenido bastante cauta y neutral ante cualquier
problema que hubiera en el grupo y me dio la sensación de que igual mi amiga ya
le había informado de lo que había pasado. Zanjé el tema de inmediato y Lidia
entendió que esa era zona prohibida y en toda nuestra comunicación posterior no
volvió a intentarlo, hasta nuestro reencuentro en el bar de Santiago.
La segunda llamada fue bastante
tiempo más tarde. Había dejado a Ana en el aeropuerto dos semanas antes y había
volado de Chicago a San Francisco. Cogí el teléfono sin mirar quién me llamaba.
Estábamos en agosto del 2016 y llevaba tanto tiempo sin escuchar su voz que me
detuve en medio de la calle para asimilarlo.
Nunca me había resultado fácil
mantener el contacto con Lidia cuando pasaba tiempo sin verla. No tenía ninguna
red social desde la que pudiera seguirle un poco la pista y apenas hacía caso
al wassap. A eso había que sumarle ahora los miles de kilómetros que nos
separaban, por lo que mis opciones se veían bastante reducidas. Tras esa
primera llamada Lidia se había puesto en contacto conmigo alguna que otra vez
más, pero desde aquello habían pasado ya dos años y hacía tiempo que no
hablábamos.
Me explicó que estaba con Ana, que
habían quedado para que le contase nuestras aventuras cruzando en coche Estados
Unidos. Le contamos lo de Emily, cómo nos conocimos y que había estado quedando
con ella al llegar a San Francisco. Me encantaba.
Ella seguía viviendo en San Diego
pero habíamos conseguido vernos unas cuantas veces. En cierta forma esta
pequeña separación de los primeros meses de nuestra relación la hizo bastante
más fuerte, me di cuenta de hasta qué punto ésta era una relación distinta a
todas las que había tenido antes, más madura, más estable. Y además nos daba la
posibilidad de tomarnos las cosas con calma, lo cual no suele ser el fuerte de
las lesbianas, para qué engañarnos. Lo que no sabía yo por entonces es que en
noviembre de ese mismo año a Emily le ofrecerían un trabajo mucho mejor en
Nueva York, con un piso pagado y una serie de comodidades con las que antes
solo podíamos soñar. Me pidió que me fuera con ella y no dudé ni un instante.
Lidia se burlaba de mí por
teléfono por lo pillada que estaba ya en dos semanas y por detrás escuché como
Ana le decía que ella era la menos indicada para hablar. Entonces Lidia soltó
una bomba que no esperaba: había conocido a un chico en marzo, Hugo, y estaban
saliendo desde hacía tiempo. ¡Lidia! Que no había tenido ningún interés
romántico grande en los tres años que pasé con ella y ahora tenía novio y al
parecer la cosa iba en serio. Creo que hasta entonces no fui realmente
consciente de que al igual que mi vida había cambiado completamente y seguía
cambiando a menudo, la de mis amigas no iba a permanecer estática por mucho que
yo no estuviera allí para verlo, me impactó de pronto el hecho de que si bien
Lidia aún me iba informando de vez en cuando de las cosas, con otras de mis
amigas, como Brenda o María, el tiempo nos iría transformando cada vez más en
completas desconocidas si algún día nos volvíamos a ver. Y el tiempo se encargó
de darme la razón.
Hugo tenía tres años más que
nosotras, era médico y se habían conocido en una cena que organizaban unos
amigos. No llegué a conocerlo hasta que volví a España, pero Lidia hablaba tan
bien de él que cree en mi mente una imagen casi perfecta. Y con el tiempo pude
comprobar que esta imagen se asemejaba bastante a la realidad. Y en el fondo
todo encajaba, porque Lidia era de las personas que había conocido más
cercanas a la perfección. En contraste con Laura que era demasiado selectiva,
con mi excesivo sentimentalismo, los desequilibrios de Brenda, el miedo al
compromiso de María y las ganas de independencia de Ana, si a alguien veía yo
preparada para una relación entonces esa era Lidia. Por ello aunque me pilló desprevenida la noticia más le veía el sentido cuánto más pensaba en ello, como
si todas las piezas que tenían que encajar lo hiciesen. Si tuviera que buscar
un defecto de Lidia éste quizás sería que en ocasiones no te transmitía que
realmente te echase de menos o quisiese compartir tiempo contigo; cuando estaba
en su casa desconectaba totalmente del resto y en Santiago, pese a estar en la
misma ciudad, tampoco la vi muy a menudo el último año, ni hablábamos con
demasiada frecuencia. Parecía, de hecho, que solo nos veíamos cuando salíamos
juntas de fiesta, pero eso podría considerarse como un fallo de las dos. Por lo
demás Lidia era madura, no se dejaba llevar por caprichos y era sencillo
entenderla y hablar con ella. Divertida, cariñosa, dulce, responsable y
pausada, Lidia tenía todas las características para ejercer un poco de la mami
del grupo, por mucho que ella odiase ese papel. Y el chico que se la llevase,
Hugo en este caso, sería un gran afortunado.
La tercera llamada decisiva, en
julio del 2017, fue, precisamente, para decirme lo que ya sospechaba, que Hugo
no estaba lo suficientemente loco como para dejarla marchar. Se casaban en
marzo del año siguiente en el aniversario del día en que se habían conocido. Yo
estaba comiendo a las afueras de Nueva York en la finca de unas amigas y me
separé un poco del grupo para hablar con calma con Lidia. Y aunque le prometí que
lo iba a intentar, sabía casi seguro que en marzo iba a ser imposible que en el
trabajo me dejasen tomarme unos días libres. Fue una de las veces que más me
pesó la distancia, pero al mismo tiempo por entonces no me apetecía demasiado
volver a España, gastar mis vacaciones y no pasarlas con Emily. Le tenía cariño
a Lidia pero ¿hasta qué punto seguíamos siendo amigas?¿Hasta qué punto eran
suficientes unas cuantas llamadas a lo largo de los años para mantener el
contacto, cuando llevábamos tanto sin vernos? No pude evitar pensar que en el
fondo su vida estaba allí y la mía aquí y que de alguna forma lo único que aún
teníamos en común eran los recuerdos que conservábamos de entonces, el espacio
en la memoria en que aquellas chicas de la universidad aún eran íntimas amigas.
Lidia y yo hablábamos muy de vez en cuando y siempre de forma trivial aunque
cariñosa; ya no recurríamos a la otra cuando habíamos tenido un mal día, cuando
nos peleábamos con nuestra pareja o teníamos un problema en el trabajo. No
compartíamos más que la versión buena de la otra, sin sus manías, sus defectos,
sus miedos o sus bajones, sin todo lo malo que solo se va detectando en el día
a día; y yo siempre he pensado que cuando una amistad es real además de querer
y apreciar las virtudes de tu amiga, como podría hacer quizás cualquier otra
persona, debes querer también sus defectos, como esos elementos únicos que la
convierten en la persona que es. Mis amigas ahora estaban aquí, me habían
acogido y me habían hecho sentir querida cuando estaba totalmente sola en el
país y después de todos estos años juntas, de haber compartido tantos momentos,
pocos defectos míos les quedaban por conocer. Además compartía con ellas algo
que las niñas nunca habían llegado a comprender, esa sensación de sentirte
diferente, de saberte un poco diferente. Todas habíamos pasado por esa etapa, más
o menos dura dependiendo de cada una, de salir del armario, de descubrir que
esa sensación que tuviste un día cualquiera de un año cualquiera no iba a ser
una fase pasajera. Creo que mis amigas nunca llegaron a comprender del todo que
no me apeteciese ir siempre a los sitios que a ellas les gustaban, que ya no se
trataba solo de distintos gustos musicales sino del ambiente y de sentir que
ese no era tu sitio. Pero del mismo modo que yo hacía el esfuerzo de vez en
cuando de ceder, no entendí nunca por qué ellas no lo hicieron, sobre todo en
el tercer año en que tanto insistí en ello, en el cuarto ya las di por
perdidas. Por este motivo me quedaba un poco
la pena de que aunque había días de fiesta que sí que me lo pasaba bien
con ellas, lo cierto es que las mejores noches que he disfrutado en Santiago,
no las compartí con ellas, no estaban en esos recuerdos ni formaban parte de
esas locas historias.
Lidia comprendió perfectamente la
situación, hablamos un rato más y terminamos la conversación con la promesa de
volver a llamarnos pronto. Cuando volví a la mesa con el resto de mis amigas me
quedé pensando un tiempo en qué podía regalarle a Lidia por su boda, sin llegar
todavía a ninguna conclusión.
Cuando mantuvimos aquella
conversación no podíamos ni sospechar que aunque hubiera querido no habría
podido ir a la boda de Lidia. Dos meses antes tuve el accidente más grave de mi
vida y en la fecha que mi amiga había elegido yo estaba aún en una primera fase
de recuperación. Ahí llegó la cuarta llamada. Lidia se puso en contacto conmigo
en cuanto supo lo que había pasado. Mi móvil había quedado destrozado, pero
Lidia se preocupó de pedirle a Ana el número de Emily para poder hablar conmigo
en cuanto me lo permitieron y me encontré en condiciones. Que ella tuviera ese
gesto que a lo mejor otras personas no tuvieron nos acercó de nuevo, había
visto de cerca que la vida te cambia en un instante y no quería que Lidia se
fuese del todo de la mía.
Después del accidente no tenía
ganas de nada y me refugié en Emily y en una de mis pasiones desde hacía años y
que últimamente tenía un poco olvidada. Retomé mi sueño de escribir un libro
que algún día me publicaran, escribí mi historia y la de mis amigas y conseguí
que un amigo de una editorial se la pasase a sus jefes. En el verano del 2019,
antes de saber que iba a volver a España, y con varios meses de retraso dadas
las circunstancias, le mandé a Lidia mi regalo de boda: la primera copia que
tuve en mis manos del libro que me iban a publicar, titulado Los años que vivimos intensamente. No
pude estar presente en su día, pero le mandé mi sueño materializado y dedicado
especialmente para ella. Y ella, por videollamada, me dedicó una de las
sonrisas más especiales que he compartido en la vida, una de las sonrisas que
más me devolvían a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario