Me levanté temprano esa mañana, como si mi propio
cuerpo no pudiera descansar de forma normal ante la adrenalina y los nervios
que lo consumían. El sol brillaba a través de las cortinas mientras desayunaba
en la pequeña cocina de mi apartamento en San Francisco. En mi móvil sonaba la
lista de reproducción que había creado unos días antes con canciones que
tanto me recordaban a ella, a aquellos años. Cogí el coche para dirigirme al
aeropuerto y durante todo el trayecto apreté el volante con fuerza, llevaba dos
años sin verla y me moría de ganas de abrazarla.
Aunque al marcharme de Pontevedra y Santiago rompí con
todo lo que dejaba atrás, en cierta forma con la única que aún tenía un lazo en
el presente era Ana. Quizás porque no estuvo el año en el que todo empezó a
quebrarse, quizás porque ella misma trató de forma insistente de que ese lazo
no se rompiera. Las cosas nunca volvieron a ser iguales, pero mandaba cartas de
vez en cuando, me llamaba por teléfono y tenía ciertos detalles que hacían que
incluso dudase de la decisión que había tomado. ¿Era realmente necesario para
iniciar una nueva vida arrasar con todo lo que configuraba la anterior?
En mi relación con las niñas Ana era mi constante, así
se lo hice saber en más de una ocasión, y cuando una mañana de Febrero recibí
en mi nueva casa un paquete con mi nombre lo corroboré de nuevo. Me había
mandado un montón de fotografías de distintos lugares y épocas. Santiago,
Peñas, el instituto, York, Tijuana, carnavales, la universidad, Madrid. Algunas
de momentos de ambas y otras de momentos que no habíamos compartido, incluso
había fotografías mías del tiempo que llevaba en California, sacadas de mi
Facebook. Detrás de cada una de ellas había una frase, una anécdota, algo que
le había marcado de ese lugar o alguien a quien habíamos conocido. Por último,
en el fondo de la caja había un pequeño sobre con la siguiente nota
dentro:
"Estemos donde estemos
seré siempre tu constante. No lo olvides."
Tras reír y llorar con las fotografías, tras repasarlas una y otra vez y dedicarles toda una pared de mi nueva casa, decidí ir al banco e ingresar el dinero que tenía reservado con otro motivo; ahorré durante tres meses y, finalmente, le compré un billete de ida a California. Ana y yo creíamos en el destino, pero del mismo modo que en su día supe que si quería cambiar mi vida tenía que hacer algo para lograrlo, fui consciente entonces de que tenía que darle un pequeño empujoncito para realizar nuestro sueño de recorrer la Ruta 66. La gente se pasa la vida haciendo planes que nunca cumple, hablando de unos sueños que llevarán a cabo no se sabe cuándo, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, como si la vida fuera a esperar a que nos decidiésemos a meternos en ella. Teníamos 24 años y era el momento perfecto. ¿Por qué esperar? ¿A qué esperar?
“Vital lives are about action.
You can’t feel warmth unless you create it, can’t feel delight until you play,
can’t know serendipity unless you risk.” Joan Frickson.
No éramos ricas ni teníamos todas las facilidades del
mundo para hacer ese viaje; conducíamos un coche prestado que consumía menos
gasolina que el mío, dormíamos en pequeños moteles y bebíamos la cerveza más
barata. Pero puedo decir sin temor a equivocarme que pocas veces en mi vida he
sido tan feliz.
En nuestras horas incontables de viaje, con Ana podía compartir no solo un millón de conversaciones diversas que sabías donde comenzaban pero no a donde irían a parar, sino que también podía compartir algo mucho más importante: los silencios. A pesar de todo lo que habíamos pasado podíamos estar largas etapas de nuestra ruta en silencio, cada una evadiéndose a un lugar en su mente, en su vida, sin que esos momentos se hicieran incómodos, o nos distanciaran, sin que alguna tuviera que rellenar de forma automática la falta de sonido con forzadas palabras; tenía con ella la confianza y la complicidad suficientes para que nuestros silencios estuviesen cargados de significado, convirtiéndose en un elemento más de nuestro viaje.
Ana y yo salimos
de California con destino Chicago, la Ruta 66 al revés, ya que yo empezaba mis
vacaciones de verano el mismo día que Ana llegaba a Estados Unidos por lo que
no podía ir hasta Chicago para empezarla allí.
Empezamos en
Santa Mónica y pasamos por Los Ángeles,
Pasadena… Recorrimos Arizona desde Lupton hasta Topock, llegamos hasta Santa Fe
y nos desviamos de nuestra ruta para conocer Las Vegas. Era la primera vez que
Ana visitaba Estados Unidos y a saber cuándo volvería, si es que alguna vez lo
hacía, así que quise enseñarle todo lo posible del país que me había salvado.
Si Los Ángeles me
tentó, San Francisco me sedujo y con el tiempo Nueva York llegaría a
enamorarme, podemos decir que Las Vegas me abrumó. Las luces, las limusinas,
los casinos y hoteles de lujo, concentrados prácticamente en una sola e
interminable calle, parecían demasiado para dos chicas jóvenes que hacían el
viaje de su vida sin tratar por ello de acabar con los ahorros de sus veinticuatro
años de existencia. Hace unos años o incluso unos meses ya me habría parecido
suficientemente difícil de imaginar que nos hubiéramos puesto de acuerdo,
hubiéramos limado nuestras distancias y desacuerdos y nos hubiésemos decidido a
vivir esta experiencia, como para imaginarlo encima en una de las ciudades más
lujosas del mundo. Ana y yo contemplábamos todo aquello fascinadas, pero como
si fuera ajeno a nosotras y lo estuviéramos observando desde fuera. Sin
embargo, viendo el atardecer en una pequeña colina en las afueras, desde la que
observábamos todas las imitaciones de famosos monumentos, Ana inició una
conversación que volvió a ponerme los pies en la tierra. En algunos aspectos
Ana sabía cosas de mí que el resto del grupo desconocía, como hasta qué punto
desfasé ese último año de carrera o mis sentimientos hacia alguna chica;
supongo que porque cuando hablaba con ella no tenía miedo a que me juzgara, cosa
que quizás no me pasaba con todas. Y si había alguien con quien en esa época de
mi vida aún podía hablar de cualquier cosa, alguien con quien no tenía medias
verdades o salidas de autopista con las que esquivar la realidad, esa persona
era ella y por esto fue la primera persona con la que volví a hablar de este
tema. Yo había tratado de evitar esta conversación todo lo posible los últimos
años, sin comprender por entonces que vayas dónde vayas tu vida siempre termina
atrapándote. Y Ana mencionó de pronto a la chica que había sido mi vida en la
universidad, sin previo aviso, sin que yo me lo esperara. Y mi corazón dio un
vuelco semejante a los de entonces.
- ¿Sabes cómo está?
- Igual de loca que
siempre.
Sonreí sin poder
evitarlo, con toda la ternura, los besos, las palabras y gestos no expresados y
que yo había acumulado. Habían pasado más de cuatro años desde nuestro último
beso y llevaba dos sin hablar de ella y, sin embargo, sabía que seguía formando
parte de mí, como una pequeña espinita clavada que llevaría para siempre. Supongo
que todos tenemos una de esas historias, alguien que conociste, que te fascinó
y con quien por una cosa o por otra nunca pudiste llegar a estar; lo que yo
denominaba un “y si…”. Esa persona con la que imaginas qué podría haber pasado
si las cosas hubieran sido de otra manera. Por mi condición sexual, en mi caso,
me había pasado más de una vez el quedarme pillada por una amiga a la que en
realidad no le gustaban las mujeres. Pero lo suyo fue distinto, nunca me había
dado tan fuerte, nunca había estado tan cerca de encontrar todo lo que buscaba
en una chica. La fui conociendo tan poco a poco en la universidad que no me di
cuenta de hasta qué punto me estaba enamorando de ella, hasta que ya fue demasiado
tarde. Es difícil determinar un cuándo o un cómo, pero si hubiera que elegir un
momento de inflexión éste fue probablemente el abrazo que compartimos una noche
de Santa Cata y del que Ana fue testigo. A día de hoy sigo sin poder explicar
con palabras lo que supuso un simple abrazo y la casualidad, o lo que fuera,
quiso que Ana estuviera presente en ese preciso momento, uno de los más
determinantes de mis últimos años, aunque quizás ni lo recuerde. Varias veces
desde entonces intenté alejarme de esa chica con la esperanza de que así se me
pasara, pero con el miedo añadido de perderla como amiga.
Tras un largo
silencio de reflexión volví a sacar el tema.
- ¿Sabes Ana?
Intenté muchas veces desengancharme de esa sensación de adrenalina que sentía
al tenerla cerca. Y creo que solo ahora comprendo que lo que de verdad quería
no era dejar de sentirlo, sino conservarlo para siempre.
- Aprender a vivir
con ello ¿no?
- Exacto. Vivir con la presencia de su ausencia.
Porque aunque ella no podía ser lo que yo quería, eso no la hacía menos
maravillosa.
- Ni menos loca.
Nos echamos a reír en esa noche en Las Vegas como
hacía tiempo que no me reía, hablamos de ella durante varias horas, de ella y
del amor. Comprendí entonces que en cierta forma lo había superado, estaba
lista para volver a enamorarme, no me entristecía en absoluto pensar en
aquellos años en la universidad, sino que por el contrario los recuerdos con
ella me llevaban a una etapa en la que ahora pensaba con cierta añoranza,
cuando aún no teníamos tantas responsabilidades ni problemas, cuando no me
separaba medio mundo de muchos de mis amigos de la facultad.
Las niñas no comprendían entonces, sobre todo Laura
y Brenda que eran con las que más solía hablar del tema, por qué siempre volvía
a ella, por qué rectificaba mis pasos y borraba la distancia que había
intentado crear entre nosotras, por qué me exponía una y otra vez a todas esas
sensaciones que si bien me hacían feliz en el momento nunca serían suficientes.
Sin embargo creo que Ana era la que más podía entenderme o ponerse en mi lugar
y también hablamos de eso aquella noche. Al fin y al cabo mi amiga también era
protagonista de una historia que aún en ese momento seguía sin avanzar o
terminarse, una relación con un chico con el que nunca había estado del todo
pero en la que ninguno de los dos quería poner el punto y final. Un tira y
afloja permanente pero que en cierta forma no les impedía seguir con sus vidas;
Ana se fue de Erasmus, conoció a mucha gente y desde luego que no perdió el
tiempo… Y el año anterior a que viniera
a verme había estado unos cuantos meses de forma seria con un tal Pablo,
hasta que se dio cuenta de lo distintos que eran y decidió dejarlo. El caso es
que Ana, al final, siempre volvía a ese chico y para bien o para mal yo la
entendía. Podía pasar meses sin saber nada de él o sin mencionarle y de pronto,
una noche, todo volvía al punto de partida.
- ¿Y tú como lo
llevas? – le pregunté mientras me tumbaba a ver las estrellas.
- Pues creo que
también lo he superado – me miró de reojo y se echó a reír, consciente de que
ni ella se creía sus palabras – No sé, estoy muy bien como estoy la verdad, no
quiero nada serio.
Era extraño. Me
daba la sensación de que nada en Ana había cambiado y en parte me alegraba
muchísimo por no haber estado ausente durante esos pequeños cambios que la
gente puede no apreciar pero en los que yo solía fijarme, y por otra parte me
parecía un gran contraste estar allí con ella dos años después cuando yo había
dado el cambio más grande de mi vida. Ella seguía viviendo en Pontevedra y yo
me había mudado de continente; se había quedado a estudiar un master en Vigo y
al año siguiente lo había completado con otro en Santiago, yo había empezado a
trabajar nada más mudarme a Estado Unidos; no tenía muy claro lo que iba a
hacer al acabar el viaje pero no quería quedarse en Pontevedra, yo estaba
segura de que volvería a San Francisco; físicamente Ana seguía exactamente
igual que cuando me fui, yo en cambio llevaba el pelo liso de un tono casi
rojizo, había vuelto a hacer deporte y había cambiado por completo de estilo de
vida, además de que llevaba un 1999 tatuado en la muñeca. En cierta forma Ana
había seguido con el plan que tenía cuando íbamos a acabar la universidad, yo
las había sorprendido a todas con un plan alternativo que no esperaban. Y pese
a todo ello, cuánto más cambiaba yo, más sentía que si alguien me conocía de
verdad, esa era Ana.
- Gracias por venir
– le dije de repente. Sin que ella supiera, o quizás sí, que también le daba
las gracias por mucho más, porque pese a mis buenas o malas decisiones Ana
había estado a mi lado en todas ellas, porque había cruzado un océano para
verme y consigo se había traído toda la paz que yo necesitaba, haciéndome
sentir a gusto conmigo misma allá donde estuviéramos y en cualquier etapa de mi
vida.
- Gracias a ti por
invitarme – y supe también que con ello me agradecía el haberle dado la
oportunidad de vivir una aventura con la que siempre soñamos, la oportunidad de
escaparse de la realidad para vivir un posible anticipo de una vida que siempre
añoró y que ya había vislumbrado en su Erasmus: Ana quería viajar, descubrir
sitios y a gente nueva, romper con las expectativas, no atarse a nada y
sentirse libre; y en una autopista casi desierta, con la música a todo volumen
y nada en el horizonte salvo nuestro desconocido próximo destino, era muy
difícil no sentirse libre.
Dejamos que
nuestra conversación fluyera el resto de la noche, mezclándose con los sonidos
de fondo de la ciudad de Las Vegas.
Después de
aquello, en los días siguientes, volvimos al estado de New México, recorrimos
las etapas de la ruta que nos quedaban y llegamos al estado de Texas. Nuestra
primera parada allí fue la ciudad de Amarillo y tras visitar la colección de
Cadillacs abandonados y llenos de graffitis (parada obligada en la Ruta 66) y
después de hacernos unas fotos de recuerdo, Ana y yo decidimos pasar en la
ciudad el resto del día y buscar más tarde un sitio en el que dormir. La mayor
parte de nuestras decisiones, como ésta, se basaban en la improvisación;
hacíamos lo que queríamos cuando queríamos.
Eran las seis de
la tarde y hacía un calor aplastante, así que pensamos en ir a refugiarnos a
algún bar y entramos en el primero que nos pareció lo suficientemente sureño
como para cumplir un topicazo más de nuestro viaje. Y entrar en ese bar fue uno
de los impulsos más certeros de nuestras vidas.
“If we
are to live life in harmony with the universe, we must all possess a powerful
faith in what the ancients used to call fatum, what we
currently refer to as destiny”
Nos sentamos en
una mesa de madera y nos dimos cuenta de que éramos las únicas clientas a
excepción de un grupo de chicos jóvenes situados al fondo del local. En su
mayoría eran chicas, pero Ana después de la segunda cerveza y tras servirse de
las gafas le tenía el ojo echado a un tío. Fue sin embargo una de las chicas la
que se acercó a mí para invitarnos a su mesa: morena, con la piel dorada por el
sol, con unos ojos color ámbar y unos labios rojos absolutamente tentadores,
llevaba unos vaqueros cortos y una camiseta de Guns N’ Roses. Era brutalmente
preciosa. Y supe en cuanto nos sentamos en su mesa y la vi interactuar con sus
amigos, que era la clase de persona que es el centro de atención allá por donde
va, que es consciente de que así es y que le importa una mierda serlo. Emily,
de padre italiano y madre americana, había nacido en París en un viaje y por
aquel entonces vivía cerca de su madre en San Diego, California. ¿Qué hacía
entonces allí? Descubrimos que una de ellas se casaba ese fin de semana y
habían venido todos sus amigos desde distintos puntos para estar con ella; éste
era un pequeño reencuentro del que fuimos testigos, una especie de presagio del
que viviríamos con nuestro propio grupo cuatro años más tarde.
Pasamos con ellos
una de las noches más divertidas de nuestro viaje. Charlamos durante horas
pidiendo una ronda tras otra, bailamos, cantamos, les contamos anécdotas de lo
que llevábamos de viaje y ellos nos contaron pequeñas historias de sus vidas. Tenían
todos dos o tres años más que nosotros y nos trataron como si nos conocieran de
toda la vida. Ana tonteó con Will, Emily captaba gran parte de mi atención y el
resto del grupo volvía a establecer sus viejas dinámicas tras un tiempo sin
estar todos juntos; y sin embargo en ningún momento sentí que alguien estaba a
su bola o que nosotras estábamos fuera de lugar, sino que por el contrario tuve
esa escasa sensación en la vida de que teníamos que estar exactamente en ese
sitio y en ese momento. Miré a Ana que jugaba con el chico al billar al otro
lado del local y reía a carcajadas y me di cuenta de que me alegraba tanto de
haber hecho aquel viaje…
¿Quién nos iba a
decir entonces que en un pequeño pueblo de Texas, en un bar de carretera con
aquella luz tenue y Kid Rock cantando de fondo “All summer long” íbamos a vivir
una de las noches que recordaríamos con más cariño en el futuro? ¿Cómo iba Ana
a saber que aquel chico en el que se fijó y con el que acabó acostándose
aquella noche llegaría a ser uno de sus mejores amigos con el paso de los años?
La familia de Will iba a expandir su editorial a Europa y tras mantener el
contacto durante meses y mandarles su currículo, y tras volver a quedar cuando
él visitó España, Ana terminó mudándose a Londres al año siguiente para
trabajar para ellos. Sin una relación estable y sin perspectiva cercana de
tener hijos, Ana encontró el trabajo de su vida: podía volver a residir en
Inglaterra y al mismo tiempo viajaba por media Europa para la empresa. Escocia,
Grecia, Irlanda, Italia, Rusia, Turquía, Suecia, Chipre… Durante los años
siguientes recibí una postal de cada ciudad o país al que iba, que yo añadía a
nuestra pared especial. Volvió a ver con cierta asiduidad a sus amigos Erasmus
cada vez que podía acercarse a Alemania y se enamoró de ciudades que ni
sospechaba que iban a gustarle. Visitó
España de vez en cuando, volviendo a su querido Ferrol para ver a sus padrinos,
pero no regresó del todo hasta un año antes de nuestro reencuentro en Santiago.
Y si ninguna
sospechaba entonces que aquella noche asentaría las bases por las que Ana
conseguiría un trabajo y un gran amigo, ¿quién podría imaginar que cuando yo
regresé a España y me reencontré con mis amigas, la chica que me cogía la mano
y me susurraba palabras tranquilizadoras sería la misma con la que compartí cervezas
en aquel bar de Texas? ¿Cómo pensar que aquella sería la primera de múltiples
noches que dormiría con Emily? Después de dejar el bar y dado que Ana se había
ido con Will, Emily se ofreció a hacerme compañía y caminamos sin rumbo durante
un par de horas. Había estudiado fotografía y trabajaba como freelance para
varios medios de la zona de San Diego y Los Ángeles. Tenía 26 años, una curiosa
obsesión con las películas de Audrey Hepburn y un labrador llamado Nala. Me
dejó claro que era lesbiana, sin confusiones, dudas o experimentos de una noche
y hablaba de su madre como la mujer más importante de su vida. En uno de mis
numerosos intentos a lo largo de los años, yo llevaba un par de meses sin
fumar, pero me parecía lo más sexy del mundo la forma en que ella agarraba su
cigarrillo entre los dientes. Emily hablaba con fluidez el italiano y yo me
derretía con ese idioma desde que era una cría… Cuanto más la conocía más
trataba de encontrar una razón que me incitase a salir corriendo, algo que me
alejase de ella… Hasta que en un parque, en medio de la nada, se quitó la gorra que se había puesto al
salir del bar, me la puso a mí hacia atrás y me agarró por la cintura besándome
por primera vez. En ese momento dejé de buscar razones y nos fuimos a su hotel.
Emily me llamó todas las noches desde entonces y Ana y yo continuamos nuestro
camino hasta Chicago.
¿Quién nos iba a
decir que entrar en ese bar iba a ser tan decisivo en nuestras vidas, que un
viaje planeado en nuestras mentes hacía años me iba a llevar al momento y lugar
exactos en que conocería a la chica de mi vida? Y aunque entonces esto no lo
sabía, en un arrebato le propuse a Ana que nos hiciésemos un tatuaje simbólico
para las dos y ella, tras dudarlo un total de tres segundos, accedió. Desde
entonces tenemos Serendipity tatuado en el omóplato derecho y sé que vaya donde
vaya Ana siempre está conmigo.
El último día,
cuando la llevaba en coche al aeropuerto, puse en el móvil la canción de Lady
Madrid y la cantamos como si no hubiera mañana. Aunque entonces no lo sabíamos
con certeza, ambas intuíamos que estaríamos bastante tiempo separadas. Y de
hecho no volvería a verla hasta cuatro años más tarde. Después de despedirnos,
mientras la veía alejarse en la terminal, en mi mente se repetía una y otra vez
el siguiente párrafo:
“You
be you and I’ll be me, today and today and today, and let’s trust the future to
tomorrow. Let the stars keep track of us. Let us ride our own orbits and trust
that they will meet. May our reunion be not a finding but a sweet collision of
destinies.” Jerry Spirelli.
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