sábado, 19 de abril de 2014

Reecuentro: Ana

             
        Me levanté temprano esa mañana, como si mi propio cuerpo no pudiera descansar de forma normal ante la adrenalina y los nervios que lo consumían. El sol brillaba a través de las cortinas mientras desayunaba en la pequeña cocina de mi apartamento en San Francisco. En mi móvil sonaba la lista de reproducción que había creado unos días antes con canciones  que tanto me recordaban a ella, a aquellos años. Cogí el coche para dirigirme al aeropuerto y durante todo el trayecto apreté el volante con fuerza, llevaba dos años sin verla y me moría de ganas de abrazarla. 

Aunque al marcharme de Pontevedra y Santiago rompí con todo lo que dejaba atrás, en cierta forma con la única que aún tenía un lazo en el presente era Ana. Quizás porque no estuvo el año en el que todo empezó a quebrarse, quizás porque ella misma trató de forma insistente de que ese lazo no se rompiera. Las cosas nunca volvieron a ser iguales, pero mandaba cartas de vez en cuando, me llamaba por teléfono y tenía ciertos detalles que hacían que incluso dudase de la decisión que había tomado. ¿Era realmente necesario para iniciar una nueva vida arrasar con todo lo que configuraba la anterior? 
En mi relación con las niñas Ana era mi constante, así se lo hice saber en más de una ocasión, y cuando una mañana de Febrero recibí en mi nueva casa un paquete con mi nombre lo corroboré de nuevo. Me había mandado un montón de fotografías de distintos lugares y épocas. Santiago, Peñas, el instituto, York, Tijuana, carnavales, la universidad, Madrid. Algunas de momentos de ambas y otras de momentos que no habíamos compartido, incluso había fotografías mías del tiempo que llevaba en California, sacadas de mi Facebook. Detrás de cada una de ellas había una frase, una anécdota, algo que le había marcado de ese lugar o alguien a quien habíamos conocido. Por último, en el fondo de la caja había un pequeño sobre con la siguiente nota dentro: 

           
       "Estemos donde estemos seré siempre tu constante. No lo olvides."

Tras reír y llorar con las fotografías, tras repasarlas una y otra vez y dedicarles toda una pared de mi nueva casa, decidí ir al banco e ingresar el dinero que tenía reservado con otro motivo; ahorré durante tres meses y, finalmente, le compré un billete de ida a California. Ana y yo creíamos en el destino, pero del mismo modo que en su día supe que si quería cambiar mi vida tenía que hacer algo para lograrlo, fui consciente entonces de que tenía que darle un pequeño empujoncito para realizar nuestro sueño de recorrer la Ruta 66. La gente se pasa la vida haciendo planes que nunca cumple, hablando de unos sueños que llevarán a cabo no se sabe cuándo, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, como si la vida fuera a esperar a que nos decidiésemos a meternos en ella. Teníamos 24 años y era el momento perfecto. ¿Por qué esperar? ¿A qué esperar?

“Vital lives are about action. You can’t feel warmth unless you create it, can’t feel delight until you play, can’t know serendipity unless you risk.” Joan Frickson.

No éramos ricas ni teníamos todas las facilidades del mundo para hacer ese viaje; conducíamos un coche prestado que consumía menos gasolina que el mío, dormíamos en pequeños moteles y bebíamos la cerveza más barata. Pero puedo decir sin temor a equivocarme que pocas veces en mi vida he sido tan feliz. 

En nuestras horas incontables de viaje, con Ana podía compartir no solo un millón de conversaciones diversas que sabías donde comenzaban pero no a donde irían a parar, sino que también podía compartir algo mucho más importante: los silencios. A pesar de todo lo que habíamos pasado podíamos estar largas etapas de nuestra ruta en silencio, cada una evadiéndose a un lugar en su mente, en su vida, sin que esos momentos se hicieran incómodos, o nos distanciaran, sin que alguna tuviera que rellenar de forma automática la falta de sonido con forzadas palabras; tenía con ella la confianza y la complicidad suficientes para que nuestros silencios estuviesen cargados de significado, convirtiéndose en un elemento más de nuestro viaje. 

Ana y yo salimos de California con destino Chicago, la Ruta 66 al revés, ya que yo empezaba mis vacaciones de verano el mismo día que Ana llegaba a Estados Unidos por lo que no podía ir hasta Chicago para empezarla allí.
Empezamos en Santa Mónica  y pasamos por Los Ángeles, Pasadena… Recorrimos Arizona desde Lupton hasta Topock, llegamos hasta Santa Fe y nos desviamos de nuestra ruta para conocer Las Vegas. Era la primera vez que Ana visitaba Estados Unidos y a saber cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía, así que quise enseñarle todo lo posible del país que me había salvado.
Si Los Ángeles me tentó, San Francisco me sedujo y con el tiempo Nueva York llegaría a enamorarme, podemos decir que Las Vegas me abrumó. Las luces, las limusinas, los casinos y hoteles de lujo, concentrados prácticamente en una sola e interminable calle, parecían demasiado para dos chicas jóvenes que hacían el viaje de su vida sin tratar por ello de acabar con los ahorros de sus veinticuatro años de existencia. Hace unos años o incluso unos meses ya me habría parecido suficientemente difícil de imaginar que nos hubiéramos puesto de acuerdo, hubiéramos limado nuestras distancias y desacuerdos y nos hubiésemos decidido a vivir esta experiencia, como para imaginarlo encima en una de las ciudades más lujosas del mundo. Ana y yo contemplábamos todo aquello fascinadas, pero como si fuera ajeno a nosotras y lo estuviéramos observando desde fuera. Sin embargo, viendo el atardecer en una pequeña colina en las afueras, desde la que observábamos todas las imitaciones de famosos monumentos, Ana inició una conversación que volvió a ponerme los pies en la tierra. En algunos aspectos Ana sabía cosas de mí que el resto del grupo desconocía, como hasta qué punto desfasé ese último año de carrera o mis sentimientos hacia alguna chica; supongo que porque cuando hablaba con ella no tenía miedo a que me juzgara, cosa que quizás no me pasaba con todas. Y si había alguien con quien en esa época de mi vida aún podía hablar de cualquier cosa, alguien con quien no tenía medias verdades o salidas de autopista con las que esquivar la realidad, esa persona era ella y por esto fue la primera persona con la que volví a hablar de este tema. Yo había tratado de evitar esta conversación todo lo posible los últimos años, sin comprender por entonces que vayas dónde vayas tu vida siempre termina atrapándote. Y Ana mencionó de pronto a la chica que había sido mi vida en la universidad, sin previo aviso, sin que yo me lo esperara. Y mi corazón dio un vuelco semejante a los de entonces.
-      ¿Sabes cómo está?
-      Igual de loca que siempre.
Sonreí sin poder evitarlo, con toda la ternura, los besos, las palabras y gestos no expresados y que yo había acumulado. Habían pasado más de cuatro años desde nuestro último beso y llevaba dos sin hablar de ella y, sin embargo, sabía que seguía formando parte de mí, como una pequeña espinita clavada que llevaría para siempre. Supongo que todos tenemos una de esas historias, alguien que conociste, que te fascinó y con quien por una cosa o por otra nunca pudiste llegar a estar; lo que yo denominaba un “y si…”. Esa persona con la que imaginas qué podría haber pasado si las cosas hubieran sido de otra manera. Por mi condición sexual, en mi caso, me había pasado más de una vez el quedarme pillada por una amiga a la que en realidad no le gustaban las mujeres. Pero lo suyo fue distinto, nunca me había dado tan fuerte, nunca había estado tan cerca de encontrar todo lo que buscaba en una chica. La fui conociendo tan poco a poco en la universidad que no me di cuenta de hasta qué punto me estaba enamorando de ella, hasta que ya fue demasiado tarde. Es difícil determinar un cuándo o un cómo, pero si hubiera que elegir un momento de inflexión éste fue probablemente el abrazo que compartimos una noche de Santa Cata y del que Ana fue testigo. A día de hoy sigo sin poder explicar con palabras lo que supuso un simple abrazo y la casualidad, o lo que fuera, quiso que Ana estuviera presente en ese preciso momento, uno de los más determinantes de mis últimos años, aunque quizás ni lo recuerde. Varias veces desde entonces intenté alejarme de esa chica con la esperanza de que así se me pasara, pero con el miedo añadido de perderla como amiga.
Tras un largo silencio de reflexión volví a sacar el tema.

-      ¿Sabes Ana? Intenté muchas veces desengancharme de esa sensación de adrenalina que sentía al tenerla cerca. Y creo que solo ahora comprendo que lo que de verdad quería no era dejar de sentirlo, sino conservarlo para siempre.
-      Aprender a vivir con ello ¿no?
-       Exacto. Vivir con la presencia de su ausencia. Porque aunque ella no podía ser lo que yo quería, eso no la hacía menos maravillosa.
-      Ni menos loca.
Nos echamos a reír en esa noche en Las Vegas como hacía tiempo que no me reía, hablamos de ella durante varias horas, de ella y del amor. Comprendí entonces que en cierta forma lo había superado, estaba lista para volver a enamorarme, no me entristecía en absoluto pensar en aquellos años en la universidad, sino que por el contrario los recuerdos con ella me llevaban a una etapa en la que ahora pensaba con cierta añoranza, cuando aún no teníamos tantas responsabilidades ni problemas, cuando no me separaba medio mundo de muchos de mis amigos de la facultad.
Las niñas no comprendían entonces, sobre todo Laura y Brenda que eran con las que más solía hablar del tema, por qué siempre volvía a ella, por qué rectificaba mis pasos y borraba la distancia que había intentado crear entre nosotras, por qué me exponía una y otra vez a todas esas sensaciones que si bien me hacían feliz en el momento nunca serían suficientes. Sin embargo creo que Ana era la que más podía entenderme o ponerse en mi lugar y también hablamos de eso aquella noche. Al fin y al cabo mi amiga también era protagonista de una historia que aún en ese momento seguía sin avanzar o terminarse, una relación con un chico con el que nunca había estado del todo pero en la que ninguno de los dos quería poner el punto y final. Un tira y afloja permanente pero que en cierta forma no les impedía seguir con sus vidas; Ana se fue de Erasmus, conoció a mucha gente y desde luego que no perdió el tiempo… Y el año anterior a que viniera  a verme había estado unos cuantos meses de forma seria con un tal Pablo, hasta que se dio cuenta de lo distintos que eran y decidió dejarlo. El caso es que Ana, al final, siempre volvía a ese chico y para bien o para mal yo la entendía. Podía pasar meses sin saber nada de él o sin mencionarle y de pronto, una noche, todo volvía al punto de partida.
-      ¿Y tú como lo llevas? – le pregunté mientras me tumbaba a ver las estrellas.
-      Pues creo que también lo he superado – me miró de reojo y se echó a reír, consciente de que ni ella se creía sus palabras – No sé, estoy muy bien como estoy la verdad, no quiero nada serio.
Era extraño. Me daba la sensación de que nada en Ana había cambiado y en parte me alegraba muchísimo por no haber estado ausente durante esos pequeños cambios que la gente puede no apreciar pero en los que yo solía fijarme, y por otra parte me parecía un gran contraste estar allí con ella dos años después cuando yo había dado el cambio más grande de mi vida. Ella seguía viviendo en Pontevedra y yo me había mudado de continente; se había quedado a estudiar un master en Vigo y al año siguiente lo había completado con otro en Santiago, yo había empezado a trabajar nada más mudarme a Estado Unidos; no tenía muy claro lo que iba a hacer al acabar el viaje pero no quería quedarse en Pontevedra, yo estaba segura de que volvería a San Francisco; físicamente Ana seguía exactamente igual que cuando me fui, yo en cambio llevaba el pelo liso de un tono casi rojizo, había vuelto a hacer deporte y había cambiado por completo de estilo de vida, además de que llevaba un 1999 tatuado en la muñeca. En cierta forma Ana había seguido con el plan que tenía cuando íbamos a acabar la universidad, yo las había sorprendido a todas con un plan alternativo que no esperaban. Y pese a todo ello, cuánto más cambiaba yo, más sentía que si alguien me conocía de verdad, esa era Ana.
-      Gracias por venir – le dije de repente. Sin que ella supiera, o quizás sí, que también le daba las gracias por mucho más, porque pese a mis buenas o malas decisiones Ana había estado a mi lado en todas ellas, porque había cruzado un océano para verme y consigo se había traído toda la paz que yo necesitaba, haciéndome sentir a gusto conmigo misma allá donde estuviéramos y en cualquier etapa de mi vida.
-      Gracias a ti por invitarme – y supe también que con ello me agradecía el haberle dado la oportunidad de vivir una aventura con la que siempre soñamos, la oportunidad de escaparse de la realidad para vivir un posible anticipo de una vida que siempre añoró y que ya había vislumbrado en su Erasmus: Ana quería viajar, descubrir sitios y a gente nueva, romper con las expectativas, no atarse a nada y sentirse libre; y en una autopista casi desierta, con la música a todo volumen y nada en el horizonte salvo nuestro desconocido próximo destino, era muy difícil no sentirse libre.
Dejamos que nuestra conversación fluyera el resto de la noche, mezclándose con los sonidos de fondo de la ciudad de Las Vegas.
Después de aquello, en los días siguientes, volvimos al estado de New México, recorrimos las etapas de la ruta que nos quedaban y llegamos al estado de Texas. Nuestra primera parada allí fue la ciudad de Amarillo y tras visitar la colección de Cadillacs abandonados y llenos de graffitis (parada obligada en la Ruta 66) y después de hacernos unas fotos de recuerdo, Ana y yo decidimos pasar en la ciudad el resto del día y buscar más tarde un sitio en el que dormir. La mayor parte de nuestras decisiones, como ésta, se basaban en la improvisación; hacíamos lo que queríamos cuando queríamos.
Eran las seis de la tarde y hacía un calor aplastante, así que pensamos en ir a refugiarnos a algún bar y entramos en el primero que nos pareció lo suficientemente sureño como para cumplir un topicazo más de nuestro viaje. Y entrar en ese bar fue uno de los impulsos más certeros de nuestras vidas.
“If we are to live life in harmony with the universe, we must all possess a powerful faith in what the ancients used to call fatum, what we currently refer to as destiny
Nos sentamos en una mesa de madera y nos dimos cuenta de que éramos las únicas clientas a excepción de un grupo de chicos jóvenes situados al fondo del local. En su mayoría eran chicas, pero Ana después de la segunda cerveza y tras servirse de las gafas le tenía el ojo echado a un tío. Fue sin embargo una de las chicas la que se acercó a mí para invitarnos a su mesa: morena, con la piel dorada por el sol, con unos ojos color ámbar y unos labios rojos absolutamente tentadores, llevaba unos vaqueros cortos y una camiseta de Guns N’ Roses. Era brutalmente preciosa. Y supe en cuanto nos sentamos en su mesa y la vi interactuar con sus amigos, que era la clase de persona que es el centro de atención allá por donde va, que es consciente de que así es y que le importa una mierda serlo. Emily, de padre italiano y madre americana, había nacido en París en un viaje y por aquel entonces vivía cerca de su madre en San Diego, California. ¿Qué hacía entonces allí? Descubrimos que una de ellas se casaba ese fin de semana y habían venido todos sus amigos desde distintos puntos para estar con ella; éste era un pequeño reencuentro del que fuimos testigos, una especie de presagio del que viviríamos con nuestro propio grupo cuatro años más tarde.
Pasamos con ellos una de las noches más divertidas de nuestro viaje. Charlamos durante horas pidiendo una ronda tras otra, bailamos, cantamos, les contamos anécdotas de lo que llevábamos de viaje y ellos nos contaron pequeñas historias de sus vidas. Tenían todos dos o tres años más que nosotros y nos trataron como si nos conocieran de toda la vida. Ana tonteó con Will, Emily captaba gran parte de mi atención y el resto del grupo volvía a establecer sus viejas dinámicas tras un tiempo sin estar todos juntos; y sin embargo en ningún momento sentí que alguien estaba a su bola o que nosotras estábamos fuera de lugar, sino que por el contrario tuve esa escasa sensación en la vida de que teníamos que estar exactamente en ese sitio y en ese momento. Miré a Ana que jugaba con el chico al billar al otro lado del local y reía a carcajadas y me di cuenta de que me alegraba tanto de haber hecho aquel viaje…
¿Quién nos iba a decir entonces que en un pequeño pueblo de Texas, en un bar de carretera con aquella luz tenue y Kid Rock cantando de fondo “All summer long” íbamos a vivir una de las noches que recordaríamos con más cariño en el futuro? ¿Cómo iba Ana a saber que aquel chico en el que se fijó y con el que acabó acostándose aquella noche llegaría a ser uno de sus mejores amigos con el paso de los años? La familia de Will iba a expandir su editorial a Europa y tras mantener el contacto durante meses y mandarles su currículo, y tras volver a quedar cuando él visitó España, Ana terminó mudándose a Londres al año siguiente para trabajar para ellos. Sin una relación estable y sin perspectiva cercana de tener hijos, Ana encontró el trabajo de su vida: podía volver a residir en Inglaterra y al mismo tiempo viajaba por media Europa para la empresa. Escocia, Grecia, Irlanda, Italia, Rusia, Turquía, Suecia, Chipre… Durante los años siguientes recibí una postal de cada ciudad o país al que iba, que yo añadía a nuestra pared especial. Volvió a ver con cierta asiduidad a sus amigos Erasmus cada vez que podía acercarse a Alemania y se enamoró de ciudades que ni sospechaba que iban a gustarle.  Visitó España de vez en cuando, volviendo a su querido Ferrol para ver a sus padrinos, pero no regresó del todo hasta un año antes de nuestro reencuentro en Santiago.
Y si ninguna sospechaba entonces que aquella noche asentaría las bases por las que Ana conseguiría un trabajo y un gran amigo, ¿quién podría imaginar que cuando yo regresé a España y me reencontré con mis amigas, la chica que me cogía la mano y me susurraba palabras tranquilizadoras sería la misma con la que compartí cervezas en aquel bar de Texas? ¿Cómo pensar que aquella sería la primera de múltiples noches que dormiría con Emily? Después de dejar el bar y dado que Ana se había ido con Will, Emily se ofreció a hacerme compañía y caminamos sin rumbo durante un par de horas. Había estudiado fotografía y trabajaba como freelance para varios medios de la zona de San Diego y Los Ángeles. Tenía 26 años, una curiosa obsesión con las películas de Audrey Hepburn y un labrador llamado Nala. Me dejó claro que era lesbiana, sin confusiones, dudas o experimentos de una noche y hablaba de su madre como la mujer más importante de su vida. En uno de mis numerosos intentos a lo largo de los años, yo llevaba un par de meses sin fumar, pero me parecía lo más sexy del mundo la forma en que ella agarraba su cigarrillo entre los dientes. Emily hablaba con fluidez el italiano y yo me derretía con ese idioma desde que era una cría… Cuanto más la conocía más trataba de encontrar una razón que me incitase a salir corriendo, algo que me alejase de ella… Hasta que en un parque, en medio de la nada,  se quitó la gorra que se había puesto al salir del bar, me la puso a mí hacia atrás y me agarró por la cintura besándome por primera vez. En ese momento dejé de buscar razones y nos fuimos a su hotel. Emily me llamó todas las noches desde entonces y Ana y yo continuamos nuestro camino hasta Chicago.
¿Quién nos iba a decir que entrar en ese bar iba a ser tan decisivo en nuestras vidas, que un viaje planeado en nuestras mentes hacía años me iba a llevar al momento y lugar exactos en que conocería a la chica de mi vida? Y aunque entonces esto no lo sabía, en un arrebato le propuse a Ana que nos hiciésemos un tatuaje simbólico para las dos y ella, tras dudarlo un total de tres segundos, accedió. Desde entonces tenemos Serendipity tatuado en el omóplato derecho y sé que vaya donde vaya Ana siempre está conmigo.
El último día, cuando la llevaba en coche al aeropuerto, puse en el móvil la canción de Lady Madrid y la cantamos como si no hubiera mañana. Aunque entonces no lo sabíamos con certeza, ambas intuíamos que estaríamos bastante tiempo separadas. Y de hecho no volvería a verla hasta cuatro años más tarde. Después de despedirnos, mientras la veía alejarse en la terminal, en mi mente se repetía una y otra vez el siguiente párrafo:

“You be you and I’ll be me, today and today and today, and let’s trust the future to tomorrow. Let the stars keep track of us. Let us ride our own orbits and trust that they will meet. May our reunion be not a finding but a sweet collision of destinies.” Jerry Spirelli. 

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