domingo, 20 de abril de 2014

Reencuentro: Laura

   
Laura se había obsesionado en los últimos años de carrera, o quizás mucho antes de eso, con que probablemente no encontraría a su pareja definitiva en la vida; le costaba dar con un chico que captara su atención y los que lo hacían no sabían apreciarla. Pensaba en comprarse un gato negro llamado Mortis Causa que la acompañara en los años de soledad que le esperaban. A mí en general me parecía un plan absurdo, tanto lo de considerar a un gato como tu mejor opción de animal de compañía, como lo de que mi amiga acabaría sola. Y es que Laura además de ser muy guapa tenía cierto encanto que más comprendías cuanto más la conocías. Y el mundo terminó por darme la razón: Laura se casó el 16 de abril del 2020. 

Habíamos coincidido en el instituto pero no intercambiamos más que algún saludo en el último año por compartir amigos comunes y no llegué a conocerla realmente hasta segundo/tercero de carrera. No por ello me sentía menos unida a Laura que al resto, en absoluto. Conocer a Laura fue una sorpresa; la impresión que tenía de ella no se ajustaba para nada a la persona que conocí después y cada año acumulaba más razones por las que quererla. Compartimos piso mi último año en Santiago y, quizás sin quererlo o sin haber solicitado ese puesto, ella fue el punto intermedio entre Brenda y yo, nuestro nexo de unión. Mantuvo la calma en todas nuestras discusiones, tratando de que ambas cediésemos pero sin inmiscuirse demasiado, sabiendo exactamente hasta dónde podía insistir en una reconciliación o en lo absurdo de nuestra pelea, siempre quitándole hierro al asunto y sacando a la luz los aspectos positivos de nuestra otra amiga. Aunque algo reservada con respecto a sus problemas sabía siempre cómo mantenerte al día y cómo hacerte sentir parte de su vida, una parte importante. Para mí tener a Laura en casa significaba alegría, cariño, compañía… En poco tiempo supe enseguida cómo pensaba y aunque no siempre coincidíamos en nuestras opiniones o nuestra forma de expresarlas, encontré en ella una complicidad que no esperaba y que fue uno de los aspectos más positivos de ese último año.

De forma desinteresada Laura fue una de las personas que más me animó a irme y a perseguir mi sueño. Se sentó conmigo en varias ocasiones a hablarme seriamente sobre el tema para aclarar mis dudas y darme un último empujón. Comprendí entonces que ella me entendía y que tendría que cagarla mucho para alejarla de mi vida, porque aunque fuera en la distancia seguiría ahí para mí. Por ello me dolió tanto que finalmente perdiésemos el contacto, que la vida nos fuese separando poco a poco. Brenda fue una pieza clave en nuestro distanciamiento pero el destino, en el que Laura creía tan poco, ejerció una gran influencia también.

Laura había vivido en primera línea mis idas y venidas con Brenda, pero dudo que aún así se esperase lo que iba a pasar esa última semana, dudo que nadie lo esperase. No hizo ningún comentario sobre el hecho de que Brenda estuviera durmiendo en mi habitación y si acaso notó que algo estaba cambiando entre nosotras nunca dijo nada. Una vez en Estados Unidos y cuando me sentí preparada para dar explicaciones sobre mi inesperada marcha, volví a hablar con algunas de mis amigas y aunque Laura no sacó el tema yo era perfectamente consciente de que sabía lo que había pasado, Brenda se lo había contado. Y Laura, que siempre se había mantenido neutral entre nosotras, se mostró algo distante conmigo, más fría, como si de alguna forma hubiera elegido un bando en una guerra para la que yo no me había alistado. De todos los que tuvimos a lo largo de los años Laura decidió tomar partido justo en el mayor problema que compartíamos Brenda y yo, en ése que terminó por separarme de ella. Y en cierta forma no la culpo, porque como ya he dicho en anteriores ocasiones: dejarla en la cama y marcharme sin despedirme de una de mis mejores amigas tras habernos acostado por primera vez no fue una de las decisiones de las que me siento más orgullosa en la vida. Le hice daño y aunque la cosa no iba con Laura, como amiga, ella no lo apreció demasiado. En cierta forma lo entendía pero me dolió ver cómo nuestras conversaciones eran cada vez más distantes y espaciadas en el tiempo, hasta que poco a poco dejaron de existir.
Cuando Ana vino a hacer la Ruta 66 me contó que Laura había acabado la carrera e iba a estudiar para sacarse las oposiciones y conseguir una plaza como funcionaria. Supe al año siguiente, en el 2017, que Laura había conocido a un chico, un marine que estaba temporalmente destinado cerca de Pontevedra. E irónicamente, Laura que siempre quiso permanecer viviendo en nuestra ciudad, tuvo que estar viajando a distintas ciudades costeras cuando trasladaban a su novio. Hasta que finalmente, años después, le concedieron a Eric un puesto fijo y Laura pudo regresar a lo que ella reconocía en la universidad como el amor de su vida: Pontevedra.
Pensé en ella muchas veces a lo largo de esos años, la espié un poco por Facebook y de vez en cuando le preguntaba a Ana por ella. La situación terminó por parecerme estúpida, la echaba de menos y decidí intentar retomar nuestra amistad. Llamé a Laura desde mi casa en Nueva York el día en que Emily me regaló un cachorro. Llevaba toda mi vida dando el coñazo con que quería un chow chow ¡y por fin lo había conseguido!, lo utilicé como excusa para llamar a mi única amiga de la universidad que prefería los gatos a los perros, como una pequeña broma interna entre nosotras. Laura se rio en cuanto escuchó los ladridos desde el otro lado de la línea. Y supe en ese momento que quizás las cosas podían volver a ser como antes. Eran mis primeras Navidades en Nueva York, las luces adornaban las calles nevadas y yo me sentía completamente feliz con mi vida. Laura y yo hablamos durante varias horas, poniéndonos al día y recordando momentos de nuestros años juntas. Quedamos en hablar la semana siguiente y así lo cumplimos, en lo que se convirtió en una especie de tradición de los viernes por la tarde/noche (salvando la diferencia horaria), como una especie de guiño a esa tradición que intentamos crear en la universidad de ir al 100 montaditos al llegar a Pontevedra y que tanto nos impedían mis constantes resacas.
Desde ese mes de diciembre del 2017 hasta octubre del 2018 Laura y yo restablecimos nuestra conexión; se sucedieron las videollamadas, los mensajes de Facebook, los recados en el contestador, las felicitaciones de cumpleaños, de Navidad, los regalos mandados a España o los recibidos en Estados Unidos… Volvimos a crear bromas internas y a rescatar las una vez existentes, conocimos a la pareja de la otra por Skype, me acercó mentalmente de nuevo a Pontevedra y yo le mostré Nueva York desde mi punto de vista. Laura de vez en cuando, de pasada, mencionaba a Brenda y  sabía que seguían siendo amigas pero nunca volvimos a hablar de lo que había pasado ni sabía demasiado sobre qué era de su vida. Pese a la distancia que nos separaba, en esos meses sentí a Laura más cerca de mí que nunca, como si ambas hiciésemos un esfuerzo que nos salía de forma natural por intentar recuperar los años que habíamos perdido. Y de pronto, en una de esas innumerables llamadas, le di a Laura la noticia que con el tiempo volvería a separarnos.
Después de dos años y pico con Emily, habíamos decidido dar el siguiente paso en nuestra relación. Llevábamos varios meses prometidas pero habíamos decidido esperar a poder reunir a nuestras familias para casarnos. Su padre tenía un cáncer que le impedía viajar, el mío no podía venir hasta Estados Unidos y su madre estaba pasando unos meses en Canadá; así que de momento lo teníamos complicado. Pero no queríamos esperar más para tener un niño. Lo habíamos pensado bastante tiempo, habíamos consultado varios médicos y contábamos con el dinero y el momento perfecto para la inseminación. Queríamos que físicamente fuera de ambas y por ello utilizamos un óvulo de Emily que yo llevaría conmigo nueve meses. A mediados de Octubre del 2018 me confirmaron que estaba embarazada y que todo había salido bien. Fue uno de los mejores momentos de mi vida y  Laura chilló de alegría cuando se lo conté por teléfono, compartiendo mi felicidad sin que fuéramos conscientes ninguna de las dos de cuánta distancia se iba a interponer entre nosotras por ello.
Volviendo a casa de una reunión de trabajo, a los tres meses de embarazo, un conductor borracho me llevó por delante dejándome inconsciente en la calle. Desperté en el hospital con heridas por medio cuerpo, varios meses de rehabilitación por delante y un bebé que ya nunca tendríamos. Emily me abrazaba noche tras noche y yo me dormía llorando, esperando que al despertar todo hubiera sido un mal sueño, como una pesadilla. Pero nunca llegamos a despertar y los médicos me aseguraron que lo más probable es que no pudiera volver a tener niños.
En un programa de televisión hace muchos años escuché que Risto Mejide decía la siguiente frase: “Crecer es aprender a despedirse”. Y si tenía razón y así era, yo había crecido demasiado pronto. Había vivido toda mi vida acostumbrándome a la ausencia permanente y voluntaria, a la distancia. Desde que tenía diez años me había convertido en una experta en las despedidas; ya que en la práctica mi padre me había forzado a decirle adiós una y otra y otra vez. Quizás por ello no quise ver a mis amigas antes de irme, no quise ser la primera del grupo en decirlo, no quise que ese fuera mi legado. Pero de alguna forma las despedidas con mi padre eran intermitentes, volvería el verano siguiente o quizás en Navidades. Con el paso de los años, sin embargo, tuve que aprender a utilizar la acepción más definitiva y finita del adiós; fui despidiendo a mis abuelos, a profesores e incluso a algún amigo de la infancia. En ocasiones la sombra de la pérdida ganó un espacio tan grande en mi vida que temí que lo eclipsara todo. Mi hermana nació con un problema grave de corazón que la llevó al quirófano siendo muy pequeña, uno de mis mejores amigos casi muere en un accidente de tráfico y yo casi pierdo a mi hermano en marzo del 2011. El miedo a perder a las personas a las que quería me había perseguido toda la vida. Pero de alguna forma, cuando me fui a San Francisco cambié de vida, empecé de nuevo. Antes de subirme en el avión que me alejaría de España decidí dejar en tierra todos mis fantasmas y ese, el más grande, se quedó allí. Cinco años más tarde volvía a llamar a mi puerta con una fuerza y una furia que me arrastró a la primera depresión de mi vida.
Algo o alguien, eso que yo llamaba Serendipity y Laura una puta casualidad, quiso que dos meses después por un descuido y sin planearlo, mi amiga se quedase embarazada. Y aunque lloramos de alegría cuando me lo dijo y aunque en el futuro querría a ese niño como si fuera un sobrino mío, en ese momento me parecía una broma bastante irónica que el mundo me estaba gastando. Sabía que no era culpa de ninguna y que no era justo para Laura, pero en el estado depresivo en el que me encontraba necesité, una vez más, aislarme un poco de todo y no quería que ella se sintiese culpable. Sin quererlo pero sin poder evitarlo se abrió una pequeña pero profunda brecha entre nosotras y la distancia se fue imponiendo una vez más.
Tardé meses en que me dieran el alta en la rehabilitación, pero la recuperación mental y anímica fue peor. Dejé mi trabajó, cambiamos de planes,  canalicé el dolor y empecé a escribir como hacía años que no escribía. Y eso me abrió nuevas oportunidades profesionales. Emily dedicó nuestras vacaciones de verano a llevarme a ciudades que no conocía para tratar de despertar de nuevo mis ganas de descubrir cosas, de tener aventuras y vivir la vida intensamente. Florida, Miami, Nashville, Hawai, Alabama, New Jersey… Aunque los golpes de nuestras vidas empezaban a ser demasiados y demasiado grandes, mi maravillosa novia consiguió recordarme con todos sus pequeños detalles y esfuerzos que en el mundo había muchas más cosas buenas que malas y que juntas podríamos con todo. En cada ciudad me sentí casi como en casa porque en cualquier parte ella era mi casa. Ese mismo verano, cuando volvimos a Nueva York después de una de nuestras escapadas, encontramos un video que Laura nos había mandado a modo de invitación personal a su boda. Me pedía por favor que hiciese todo lo posible por ir a su enlace. Teníamos medio año para comprar un billete, arreglar las cosas y que Emily hiciese un hueco en su trabajo. Sabía que mi madre y mi hermano también echaban de menos Pontevedra y para entonces haría seis años que yo no estaba en mi ciudad y que no veía a mis amigas. Al ver el video e imaginarme a Laura camino del altar pensé en todos las navidades, cumpleaños, graduaciones, fiestas… que me había perdido en seis años, en todas las posibles despedidas, romances, bodas, rupturas, sorpresas o reuniones de las que yo no había formado parte, instantes irrepetibles que ya no iba a recuperar. Y decidí que este momento no quería perdérmelo también, después de todo lo que nos había pasado quería estar allí para ella. Compramos los billetes y planeamos estar un tiempo en Europa; después de seis años volvía a casa explícitamente para la boda de Laura.

Y después de asentarme en Pontevedra, después de ese reencuentro con mis amigas en un viejo bar que solíamos frecuentar y a pesar de todas las inseguridades e incertidumbres que habían resurgido en mí al volver a estar todas juntas, cuando unos días después conocí al hijo de Laura sentí que había tomado la decisión correcta. Jorge, al que Emily llamaba cariñosamente George, tenía dos mesitos y era la cosa más bonita de este mundo. Él me miró con los ojos preciosos que había heredado de su mami, Emily me acarició la espalda y supe en ese instante que lo habíamos superado, estábamos preparadas para volver a intentar tener un niño. 

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