La primera vez que María vino a mi
mente fue a las pocas semanas de llegar a San Francisco. Había conocido a un
grupo de chicas en un bar gay unos cuantos días antes y después de quedar con
ellas varias veces y ver que congeniábamos bien, me invitaron a ir con ellas al
Orgullo que se celebraba en quince días. Era la primera vez en mi vida que iba
al Orgullo gay en una ciudad grande y además de sentirme más cómoda e integrada
que nunca en un grupo al que casi acababa de conocer, tuve uno de los fines de
semana de fiesta más grandes de la historia.
Entre aquel grupo de chicas, que
se convertiría en mi círculo más cercano de amigos en los meses y años
siguientes, había personalidades y personajes de todo tipo: Lauren, una modelo
afroamericana a la que era humanamente imposible no mirar; Jenny, que tenía una
familia importante en California que había dejado de hablarle cuando salió del
armario; Kristal, la persona más desequilibrada y divertida que he conocido;
Marina, una mexicana recién llegada a San Francisco y con la que, quizás
también por ser nueva allí, conecté en el minuto uno y que se convertiría en mi inseparable
todos los años que pasé en California, mudándose también a Nueva York cuando me
fui; Alison y Rachel, más cerca de los treinta que de los veinte y a punto de
casarse, eran por supuesto las mamis del grupo; y, por último, Natalie. No he
conocido a nadie en mi vida que me recuerde tanto a María como aquella chica.
La primera vez que la vi fue concretamente después del desfile del Orgullo,
llevaba un bikini y unos shorts vaqueros, estaba rodeada de gente y me pareció
el alma de la fiesta. De pelo castaño casi rubio, ondulado y con una sonrisa
espectacular a pesar de (o precisamente por) una pequeña cicatriz que tenía en
el labio superior, me pareció la versión lesbiana de María. Me fijé en como la
miraban el resto de chicas de la fiesta, como trataban de llamar su atención y
me teletransporté en mi mente a aquellas noches en Santiago en que
observábamos, con más o menos admiración en función del sujeto, las conquistas
que María iba añadiendo a su lista.
En cuatro años me dio tiempo a ver
como María pasaba por todas las fases sentimentales posibles: En pareja y
enamorada, en pareja sin estarlo, dolida, arrepentida, decepcionada,
ilusionada; rollos de una noche, amores pasajeros, amores platónicos, amores
reales y otros que aunque ella no denominase amor yo no encontraba otra forma
de describirlos. Pero si algo saqué en conclusión de todo aquello fue que,
aunque fuese como amiga, si María llegaba a quererte, si te quería de verdad,
tenías que portarte muy mal con ella para que realmente dejase de hacerlo. No
era una persona que expresase demasiado sus afectos, amparada detrás de una
especie de humor irónico y un toque borde, pero por ello cuando te dedicaba un
gesto de cariño, por pequeño que fuese, lo apreciabas el triple.
Éramos un poco polos opuestos en
eso, con mi necesidad constante de expresar lo que sentía. Quizás por ello y
porque aunque me lo pasaba genial con ella nunca estuve muy segura de si me
echaría de menos en su vida, María y yo perdimos el contacto casi por completo.
Tal vez no teníamos una conexión lo suficientemente fuerte para salvar toda la
distancia que nos iba a separar. Aunque es cierto que ya en Santiago ni María
ni yo solíamos recurrir la una a la otra cuando queríamos hablar o cuando nos
pasaba algo, no éramos la primera opción de llamada por así decirlo. Pero por
otra parte creo recordar que tampoco tuvimos nunca ningún problema serio o
malentendido que se quedara ahí metiendo baza entre nosotras. Quizás el
principal problema fue que ninguna de las dos hizo un esfuerzo real por mantenerse
presente en la vida de la otra y al igual que me pasó con otras de las personas
que conocí en aquella época, la vida nos fue separando sin ser demasiado
conscientes de ello.
La carrera de María tenía un año
más que la nuestra y por tanto se graduó un año más tarde que Ana, Lidia y yo.
Recuerdo ver las fotos de su orla en Facebook desde el trabajo y pensé en
escribirle algo, en desearle suerte, pero tras escribir y borrar distintos
mensajes varias veces, alguien en la oficina me encargó un trabajo y decidí no
enviarlo. Podría haberlo hecho más tarde o cualquier otro día, pero no llegué a
mandarle el mensaje. Gestos tan pequeños e insignificantes como ése son los
que, sumados a un océano de separación, hacen que ciertas personas se vayan
borrando de tu vida poco a poco.
Recuerdo también una mañana de mi
última semana en Santiago en que María vino a nuestro piso a coger algo que se
había dejado. Me preguntó por Brenda, le dije que estaba durmiendo y tras mirar
hacia la habitación vacía de mi compañera de piso, clavó sus ojos en mí y puso
una cara que no supe descifrar, tal vez preguntándome a que se debía esa
rareza. Pero nunca llegó a decir nada de aquel tema, no hizo preguntas que por
otra parte puede que yo no estuviera preparada para responder. Otra decisión
que quizás nos habría acercado más, puede que yo me hubiera abierto para
contarle lo que pasaba, igual hasta habría intuido que me iba pronto si
conseguía romper mi barrera protectora. Pero María se fue a su casa, yo volví a
la cama y el silencio ganó aquella batalla una vez más.
María volvió a invadir mi mente la
primera vez que escuché a Emily hablando en italiano con su padre. Mientras nos
arreglábamos le pedí que siguiera hablándome en italiano; esa noche teníamos
una cena con unos amigos a la que llegamos considerablemente tarde. El caso es
que en la universidad cuando María ligó con un par de italianos comenzamos con
la coña de que tenía que conseguir a otro para obtener la doble nacionalidad,
incluso creo recordar que le regalamos algo relacionado con la broma en uno de
sus cumpleaños. Meses más tarde María se echó novio y nuestras ganas de que
expandiera sus conocimientos en sociología internacional terminaron. Pero cuando
supe, a través de Ana, que María estaba soltera de nuevo me pregunté en varias ocasiones si las
niñas seguirían con el vacile. ¿Qué sería de la vida amorosa de María que
tantas anécdotas, buenos momentos y risas constantes había generado? ¿Seguiría
igual de independiente que siempre y con esa aparente indiferencia hacia el
amor o habría terminado con esa etapa al acabar la universidad? ¿Seguiría
enamorada de su ex? María era la única que había tenido una relación seria en
los años que pasamos juntas, ya que yo había cortado con mi ex antes de empezar
a acercarme al grupo, así que en cierta forma creo que todas, o yo por lo
menos, canalizaba un poco mis expectativas en el amor en lo que a ella le
sucedía. Y cuando a veces María nos planteaba una duda o una situación, trataba
de imaginar lo que haría yo en su lugar. En cambio ahora, tantos años después,
era difícil imaginar qué haría yo si fuera María porque en cierta forma yo ya
no conocía a María, conocía a aquella con la que compartí tantos momentos en la
residencia o en nuestros pisos, pero no a la actual, a la que seguro que le han
pasado un montón de cosas por el camino que la han marcado y la han cambiado,
al igual que a mí. Y quizás esa es la parte más triste de marcharte de una
ciudad y dar un cambio tan drástico en tu vida, la certeza de que en cierta
medida nunca sabes cuánto estás dejando atrás, cuánto vas a perder en el
camino.
La primera vez que volví a hablar
con María a solas, en nuestro reencuentro en Santiago, comencé a hablarle en
italiano. María me miró sorprendida y ambas nos echamos a reír. Le expliqué que
el padre de Emily era italiano y que ella me había ido enseñando a lo largo de
los años, su contestación fue tan auténtica que me no pude evitar volver a
reírme: “La verdad es que está muy buena, tienes buen gusto, si yo fuera
lesbiana también lo habría intentado con ella. Y más si habla italiano… Aunque
tú sigues siendo mi bollo favorito.” Eso me recordó a un año de peñas en que me
escribió una dedicatoria similar en la camiseta. Peñas… ¿Cuantas noches y
tardes de peñas me he perdido en seis años? Son dos fines de semana al año,
cuatro días, por seis años… Un total de veinticuatro días, con sus respectivas
tardes y noches… Veinticuatro días de juerga, de recuerdos, reencuentros y
anécdotas, veinticuatro días de la fiesta que más me gustaba entonces. Pero
también es verdad que por perderme esa he ido a muchas otras que hasta entonces
solo podía imaginar, he podido vivir cómo se siente un 4 de Julio en Estados
Unidos, una Super Bowl, Halloween, Acción de gracias, Fin de año en Times
Square… He estado en el Orgullo en distintas ciudades, he visto en directo un
partido final de los playoffs de la NBA, he ido a la que es la fiesta lésbica
más grande del mundo, el Dinah Shore, en tres ocasiones, he estado en fiestas
en las playas de Santa Mónica, en áticos de Nueva York y en casa de gente
conocida, he cumplido mis sueños de ir al Coachella y al Disney World de
Orlando… Así que no tengo mucho derecho a quejarme.
María me contó que efectivamente
no estaba con nadie y tampoco lo estaba buscando, que había empezado a trabajar
en una farmacia en las afueras de Coruña y que estaba muy contenta. En ciertos
momentos de esa tarde me pareció más calmada, quizás más suave, luego soltó una
bordería de las suyas y sonriéndole con cariño me di cuenta de que todo seguía
siendo igual.
Lidia y María seguían manteniendo
la amistad que compartían en la universidad y que arrastraban de años atrás.
Eran las que más se conocían entonces y me dio la impresión de que en cierta
medida seguía siendo así. Bajo mi punto de vista no pegaban mucho y quizás por
eso era tan sólida y estable su amistad. Para mí María era divertida, sexual,
temperamental, sincera o incluso dura en ocasiones. Lidia era más dulce,
razonable, calmada y quizás en algunos aspectos más fría o neutral que María.
Sin embargo habían encontrado, y creo que seguían manteniendo, un punto de
equilibrio exacto que las mantenía unidas, una forma de complementarse la una a
la otra sin invadir demasiado ninguna de las dos personalidades. Habían
encontrado lo que yo tanto quise en su día conseguir con Brenda, lo que nunca
llegamos a tener del todo. Y si algo me hizo feliz en ese reencuentro, fue ver
la complicidad entre Lidia y María, comprobar de primera mano que hay amistades
que pueden mantenerse por mucho tiempo que pase, por muchas etapas de la vida
que tengan que atravesar; si algo me hizo feliz de ese reencuentro fue la sensación
impagable de que aún existen sentimientos tan puros y reales que pueden
observarse incombustibles, inalterables y radiantes a lo largo de los años.
Una tarde, unos dos años antes de
que volviera a España, estaba con Emily bañándome en una playa de San Diego,
habíamos volado desde Nueva York a la ciudad en la que vivía su madre para
hacerle una visita, y vi en el agua, muy en mar adentro, un pequeño barco de
vela. Sin saber muy bien por qué, me vino a la mente el barco de María, “Chispa
negra”, y aquella primera y única noche que estuve de fiesta en él con las
niñas. Era el primer verano que Brenda venía a Sanxenxo, era la primera vez que
bebíamos allí, Ana había vuelto de su Erasmus, estábamos de vacaciones, hacía
calor y lo estábamos pasando genial. Por un momento se me olvidaron todos los
problemas e incertidumbres que me esperaban en ese último año de carrera, me
dejé llevar y disfruté muchísimo de aquella noche en la que Ana y yo terminamos
compartiendo uno de los camarotes. Y aquella tarde sumergida en el agua observé
aquel barco con esperanzas de que fuera el mismo, de que de alguna forma no nos
hubiéramos estrellado con las rocas con el paso del tiempo, bucee en el agua
imaginando que estaba en la fría costa gallega y que por un momento la sensación,
los recuerdos y mis sentimientos y conexión con las niñas seguían impolutos en
la cubierta de aquel barco, como si el tiempo se hubiera detenido y no me hubiera marchado. Me planteé de pronto que
haría si pudiese volver a ese momento, qué cambiaría o qué decisión tomaría al
final. Luego me acordé de mi mejor amiga, Marina, la loca que se había mudado a
Nueva York cuando me fui porque se negaba a que estuviéramos en dos puntas
diferentes de Estados Unidos. Miré a Emily, cuyos ojos brillaban más que de
costumbre por el reflejo del sol en el mar, y comprendí que si no me hubiera
ido tampoco las habría conocido, no habría tenido la vida maravillosa que he disfrutado estos años, ni un trabajo que me encantaba y con el que podía ayudar a la gente, ni una casa a solo quince minutos de Central Park. Y fui consciente entonces de que por muy feliz que fuese en
ese barco, también es cierto que dejamos muchos problemas fuera antes de
entrar, como una especie de refugio de la realidad, una especie de experimento
en el que todo lo bueno flotaba y lo malo se hundía en las profundidades. Fue
una noche de fiesta y fue una gran noche, pero no era una representación real
de los 365 días y yo me terminé marchando por ese conjunto final. Hay momentos,
además, que son tan perfectamente imperfectos, tan brillantes en tu memoria,
que no deberían tocarse de nuevo, no deberían prolongarse hasta que pierdan la
esencia que tuvieron en su día. Por todo ello fui consciente en esa playa de
que aunque aquel barco hubiese vuelto en varias ocasiones a mi puerto, aunque hubiese
estado allí esperándome, probablemente no me habría subido de nuevo. En la vida
hay que saber distinguir el momento adecuado en que tienes que dejar que algo o
alguien se marche y yo, acertada o no, consideré que aquel era mi momento. Aquel
fue el último verano que pasamos juntas antes de que me fuera.
Y de alguna forma, después de esa
noche, empecé a pensar en cómo me despediría si alguna vez me decidía a irme.
¿Qué les diría? Finalmente aquel mayo del 2014 les dejé una carta antes de marcharme:
“Probablemente cuando leáis esto yo ya esté camino de
California, o en alguna de las casi trescientas escalas que tengo que hacer
para llegar allí.
No espero que entendáis mi decisión de dejar esta carta
como única despedida, pero espero que la respetéis. Tal vez con el tiempo
comprendáis los motivos que me llevan a marcharme, tal vez incluso llegue a
comprenderlos yo. Espero que con el paso de los meses se vayan borrando los
errores que todas cometimos, o que aprendamos de ellos si no es así, y espero
que lo que quede en nuestra memoria sean siempre los aciertos.
El periodista Chris Brogan escribió una vez: Don’t settle. Don’t
finish crappy books. If you don’t like the menu, leave the restaurant. If you
are not in the right path, get off it. Creo que yo ya no estaba en el camino correcto y espero
encontrarlo allá donde vaya. Espero que también vosotras encontréis el vuestro
y que la vida os traiga todo lo maravilloso que podáis abarcar, o incluso más.
He pensado muchas veces en qué os diría en esta carta, he
escrito, tachado y descartado varios borradores. Pero nada parecía suficiente.
Tampoco creo que esto lo sea. Pero tenía que intentarlo. Del mismo modo que
tengo que intentar cumplir mis sueños, buscar mi sitio, luchar por lo que
siempre he querido. Ese me parece ahora un motivo suficiente para irme. Viene en estos momentos a mi mente una de mis frases favoritas
de One tree hill, que creo que es bastante apropiada para la ocasión : No dejes que tu fuego se extinga, chispa a
chispa irremplazables, en los pantanos desahuciados de lo incompleto, del
todavía no, del absolutamente no. No dejes que perezca el héroe que hay en tu
alma, en una frustración solitaria por la vida que merecías y nunca has podido
alcanzar. El mundo que anhelas puede conseguirse… Existe… Es real… Es posible…
Y es tuyo.
Así que voy a intentar encontrar ese mundo.
Espero que dentro de muchos años, si una noche cualquier
no podéis dormir y vuestra mente os lleva de nuevo a los días que compartimos
en la universidad, una sonrisa invada vuestra cara y me recordéis con el cariño
que yo os tendré siempre. Porque aunque quizás no hayamos terminado en el mejor
de los momentos, lo que cuenta no es el principio o el final, sino el camino, y
habéis hecho de este viaje una aventura extraordinaria.
Take care. Love you all. Ague.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario