He sentido el sol traspasando mi piel,
calentando mis huesos, llenándome el alma. He visto como los rayos bañaban tus
párpados y como tus pestañas creaban surcos invisibles en el aire del verano.
He
visto los paisajes más verdes y más puros que nada que haya podido fumarme
nunca, y las playas más salvajes que nadie haya podido conquistar.
Iba
en el coche observando el infinito por la ventanilla y solo podía pensar en el
Ford Fiesta gris de mi abuelo con el que tantas veces fuimos a la playa. Los
atascos parecían menores en aquella época, las arenas molestaban menos y volver
con el bañador mojado era signo de haber prolongado una tarde que no querías
que acabara. La miro a ella ahora y sé que también desearía que aquellas tardes
nunca hubieran terminado; no es lo mismo ir a la playa ahora que el sol ya no
está.
Aquel
coche enano está grabado en mi mente como el más grande en el que me he
montado, sobre todo esa parte de atrás en la que siempre parecía caber un primo
más.
En una etapa difícil para mí, dejaba las malas
sensaciones con cada curva que cogíamos y el aire que entraba por la ventanilla
y me golpeaba en la cara me hacía sentir que algún día podría volar. Sobre
aquellas cuatro ruedas que nos llevaban de vuelta a casa, con el sol poniéndose
de fondo, fue donde aprendí a vivir, donde empecé a desear que siempre hubiera
un mañana, que siempre tuviéramos un día más para volver a disfrutar de ese
último baño, una tarde más para descansar tomándonos algo en la terraza del
chuiringuito antes de volver al coche, antes de volver a Pontevedra.
Ni
si quiera los mareos en aquellos viajes interminables a Toledo en septiembre
consiguen sacarme el buen sabor de boca que conservo de los veranos en aquel
coche, el único en el que aún pienso como mío.
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