jueves, 6 de agosto de 2015

Ford Fiesta Gris

       He sentido el sol traspasando mi piel, calentando mis huesos, llenándome el alma. He visto como los rayos bañaban tus párpados y como tus pestañas creaban surcos invisibles en el aire del verano.
He visto los paisajes más verdes y más puros que nada que haya podido fumarme nunca, y las playas más salvajes que nadie haya podido conquistar.

Iba en el coche observando el infinito por la ventanilla y solo podía pensar en el Ford Fiesta gris de mi abuelo con el que tantas veces fuimos a la playa. Los atascos parecían menores en aquella época, las arenas molestaban menos y volver con el bañador mojado era signo de haber prolongado una tarde que no querías que acabara. La miro a ella ahora y sé que también desearía que aquellas tardes nunca hubieran terminado; no es lo mismo ir a la playa ahora que el sol ya no está.


Aquel coche enano está grabado en mi mente como el más grande en el que me he montado, sobre todo esa parte de atrás en la que siempre parecía caber un primo más.

En una etapa difícil para mí, dejaba las malas sensaciones con cada curva que cogíamos y el aire que entraba por la ventanilla y me golpeaba en la cara me hacía sentir que algún día podría volar. Sobre aquellas cuatro ruedas que nos llevaban de vuelta a casa, con el sol poniéndose de fondo, fue donde aprendí a vivir, donde empecé a desear que siempre hubiera un mañana, que siempre tuviéramos un día más para volver a disfrutar de ese último baño, una tarde más para descansar tomándonos algo en la terraza del chuiringuito antes de volver al coche, antes de volver a Pontevedra. 


Ni si quiera los mareos en aquellos viajes interminables a Toledo en septiembre consiguen sacarme el buen sabor de boca que conservo de los veranos en aquel coche, el único en el que aún pienso como mío. 

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