lunes, 5 de diciembre de 2016

¿Tiene sentido?

Desisto. Dimito. Renuncio. Que se pare el mundo que yo me bajo.

Creo que en algún momento de este año empecé a perder la fe en la humanidad, y en noches como ésta lo veo ya como algo irreparable. No sé en qué momento sucedió, o quizás debería decir en cuál de tantos; si fue por las noticias que escuchaba en televisión o por las que se emitían en mi vida; por las personas que creía conocer y se mostraban, de forma inesperada, como completas desconocidas ante mí o por aquellas que, paralizada, observaba escaparse entre mis dedos antes siquiera de llegar a entenderlas. Puede que el problema sea yo, quizás siempre lo he sido y solo ahora lo veo.



Cuando era apenas una niña presencié como el amor que me había traído a este mundo se rompía. Y en un arrebato retorcido, en vez de desencantarme con el mundo, mi mente creó el propósito de amar las cosas, experiencias y personas que pasaban por mi vida con toda la intensidad de la que disponía, nunca con dobles intenciones o medias verdades. Y aunque fue un propósito super inocente entonces, ahora me doy cuenta de que también me convertía en un blanco fácil, una diana que no se movía de su sitio aunque viese los proyectiles venir hacia ella y en la que más de uno ha clavado sus dardos a lo largo de estos años. Enhorabuena si ganar una partida así os ha hecho un poquito más felices, espero que la próxima copa la bebáis a mi salud. Pero yo soy de las que siguen pensando que el fin no justifica los medios y hay partidas que deben perderse por no dejar a otros en banca rota.

Como decía, aprendí a amar desde muy pequeña: amaba jugar durante horas a mi deporte favorito en el mundo, amaba a mis amigos, las sonrisas, las canciones que me hacían sentir y el olor a cloro en la piel después de toda una tarde en la piscina. Los años fueron pasando y yo solo fui descubriendo más cosas con las que encariñarme, siempre sumaba, nunca restaba. Amaba sentarme delante de un papel en blanco y proyectar con palabras todo lo que pasaba por mi mente; a veces me asustaba, pero hasta a esa sensación de miedo al haber verbalizado por fin algo que tenía guardado dentro empecé a cogerle cariño. Descubrí por ese entonces que no sólo me gustaban las sonrisas sino que amaba especialmente las de las chicas. Ningún mecanismo en mi mente supo advertirme entonces de que ese matiz tendría muchas consecuencias. No obstante no he dejado de amarlas y dar las gracias por ellas desde entonces.

Entre los quince y los dieciocho años pasé por la etapa más complicada, la de tratar ya no de amarme sino de intentar primero aceptarme a mí misma. Y es una fase de mi vida que muchas veces veo a lo lejos, superada, y en otras ocasiones el frío de su sombra hace que me tiemblen lo huesos. Supongo que es que hay fantasmas que nunca se ahuyentan del todo.

Con mi adolescencia acabándose empecé a amar la sinceridad como nunca antes, la posibilidad de por fin mostrarme tal cual era con quienes amaba. Lo hice además descubriendo otra de mis pasiones, que era viajar. Tuve la suerte también de que más o menos por esas fechas supe por primera vez lo que era amar entre las sábanas o en la oscuridad que encontrásemos en cualquier parte o en la soledad de mi habitación, con los ojos cerrados, un teléfono en mi oreja y una única voz en el mundo. Y aunque aquel amor se fue apagando, solo el tiempo me ha ayudado a darme cuenta de que precisamente por mi forma de querer, si alguna vez te he tenido cariño, es casi imposible que deje de tenerlo. Quizás los sentimientos cambien pero los recuerdos siempre quedan y yo suelo ser muy fiel a ellos.


Y ahora que rozo casi el cuarto de vida veo que desde entonces y pese a todo lo que me ha pasado, amar nunca había perdido el sentido para mí. Quizás por eso este último año me deje mareada y sin rumbo, porque cuestiona todo en lo que siempre he creído. Y que no se me entienda mal, nunca he pensado en el verbo amar como algo perfecto, como algo maravillosamente guionizado, sino como en un caos que merece la pena al final. No creo en ser eternamente fiel al verbo amar, ni en promesas vacías, ni en una visión perfectamente clara y de la que nunca dudas, pero si lo interpreto o así lo he hecho hasta ahora, como un acto sincero dentro de su imperfección, un acto en el que lo último que se quiere es hacer daño y lo que prima siempre sobre todo lo demás es el respeto al verbo y a su destinatario. Pero mi duda se presenta cuando me pregunto: ¿Tiene sentido esta forma de pensar cuando no siempre es bidireccional? ¿Tiene sentido en una generación que entiende por libertad el todo vale y en la que suele primar el yo, yo y siempre yo? ¿Tiene sentido jugar si sabes de antemano que no entiendes las reglas y que estás destinado a perder? ¿Tiene sentido algo de lo que he escrito hoy, o alguna vez? 

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