Desisto.
Dimito. Renuncio. Que se pare el mundo que yo me bajo.
Creo
que en algún momento de este año empecé a perder la fe en la humanidad, y en
noches como ésta lo veo ya como algo irreparable. No sé en qué momento sucedió,
o quizás debería decir en cuál de tantos; si fue por las noticias que escuchaba
en televisión o por las que se emitían en mi vida; por las personas que creía
conocer y se mostraban, de forma inesperada, como completas desconocidas ante
mí o por aquellas que, paralizada, observaba escaparse entre mis dedos antes siquiera
de llegar a entenderlas. Puede que el problema sea yo, quizás siempre lo he
sido y solo ahora lo veo.
Cuando
era apenas una niña presencié como el amor que me había traído a este mundo se
rompía. Y en un arrebato retorcido, en vez de desencantarme con el mundo, mi mente
creó el propósito de amar las cosas, experiencias y personas que pasaban por mi
vida con toda la intensidad de la que disponía, nunca con dobles intenciones o
medias verdades. Y aunque fue un propósito super inocente entonces, ahora me
doy cuenta de que también me convertía en un blanco fácil, una diana que no se
movía de su sitio aunque viese los proyectiles venir hacia ella y en la que más
de uno ha clavado sus dardos a lo largo de estos años. Enhorabuena si ganar una
partida así os ha hecho un poquito más felices, espero que la próxima copa la
bebáis a mi salud. Pero yo soy de las que siguen pensando que el fin no justifica
los medios y hay partidas que deben perderse por no dejar a otros en banca rota.
Como
decía, aprendí a amar desde muy pequeña: amaba jugar durante horas a mi deporte
favorito en el mundo, amaba a mis amigos, las sonrisas, las canciones que me
hacían sentir y el olor a cloro en la piel después de toda una tarde en la
piscina. Los años fueron pasando y yo solo fui descubriendo más cosas con las
que encariñarme, siempre sumaba, nunca restaba. Amaba sentarme delante de un
papel en blanco y proyectar con palabras todo lo que pasaba por mi mente; a
veces me asustaba, pero hasta a esa sensación de miedo al haber verbalizado por
fin algo que tenía guardado dentro empecé a cogerle cariño. Descubrí por ese
entonces que no sólo me gustaban las sonrisas sino que amaba especialmente las
de las chicas. Ningún mecanismo en mi mente supo advertirme entonces de que ese
matiz tendría muchas consecuencias. No obstante no he dejado de amarlas y dar
las gracias por ellas desde entonces.
Entre
los quince y los dieciocho años pasé por la etapa más complicada, la de tratar
ya no de amarme sino de intentar primero aceptarme a mí misma. Y es una fase de
mi vida que muchas veces veo a lo lejos, superada, y en otras ocasiones el frío
de su sombra hace que me tiemblen lo huesos. Supongo que es que hay fantasmas
que nunca se ahuyentan del todo.
Con
mi adolescencia acabándose empecé a amar la sinceridad como nunca antes, la
posibilidad de por fin mostrarme tal cual era con quienes amaba. Lo hice además
descubriendo otra de mis pasiones, que era viajar. Tuve la suerte también de
que más o menos por esas fechas supe por primera vez lo que era amar entre las
sábanas o en la oscuridad que encontrásemos en cualquier parte o en la soledad
de mi habitación, con los ojos cerrados, un teléfono en mi oreja y una única
voz en el mundo. Y aunque aquel amor se fue apagando, solo el tiempo me ha
ayudado a darme cuenta de que precisamente por mi forma de querer, si alguna
vez te he tenido cariño, es casi imposible que deje de tenerlo. Quizás los
sentimientos cambien pero los recuerdos siempre quedan y yo suelo ser muy fiel
a ellos.
Y
ahora que rozo casi el cuarto de vida veo que desde entonces y pese a todo lo
que me ha pasado, amar nunca había perdido el sentido para mí. Quizás por eso
este último año me deje mareada y sin rumbo, porque cuestiona todo en lo que
siempre he creído. Y que no se me entienda mal, nunca he pensado en el verbo
amar como algo perfecto, como algo maravillosamente guionizado, sino como en un
caos que merece la pena al final. No creo en ser eternamente fiel al verbo
amar, ni en promesas vacías, ni en una visión perfectamente clara y de la que
nunca dudas, pero si lo interpreto o así lo he hecho hasta ahora, como un acto
sincero dentro de su imperfección, un acto en el que lo último que se quiere es
hacer daño y lo que prima siempre sobre todo lo demás es el respeto al verbo y
a su destinatario. Pero mi duda se presenta cuando me pregunto: ¿Tiene sentido
esta forma de pensar cuando no siempre es bidireccional? ¿Tiene sentido en una
generación que entiende por libertad el todo vale y en la que suele primar el
yo, yo y siempre yo? ¿Tiene sentido jugar si sabes de antemano que no entiendes
las reglas y que estás destinado a perder? ¿Tiene sentido algo de lo que he
escrito hoy, o alguna vez?
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