miércoles, 14 de diciembre de 2016

Estrella fugaz

¿Sabes esa sensación cuando apagas un cigarro y te das cuenta de que te lo has fumado tan rápido que no te ha sabido a nada, que no te ha saciado? A veces eso pasa con la gente, o al menos a mí me ha pasado.

Creo que tenía tantas ganas de fumar contigo, de conocerte con cada calada y de saciarme de ti, que he dejado que el hormigueo en la piel me llevase a encenderte demasiado pronto, a consumirte demasiado rápido y no darte tu tiempo. Supongo que estas cosas pasan cuando llevas años sin fumar de esta manera, sin sentir tan adentro este anhelo. Lo he sentido.



Y aunque me he llamado idiota mil veces por ello todos estos días, y aunque sé que es lo que pensará quien conozca esta historia desde fuera, en realidad no creo que lo sea. No creo que sea idiota guiarte por impulsos, no concederle tregua al miedo y que sean tus sentimientos los que te muevan siempre. Podría llamarme ilusa, inocente o temeraria, quizás, pero idiota no. Idiota sería conocer a alguien que te mueve en cuanto le ves entrar por una habitación y dejar que el miedo te paralice. Idiota sería mirar hacia otro lado, por mucho que todos te lo digan, cuando los ojos que quieres ver te están mirando. Idiota sería no perderte en unos labios que te atraen por su forma de ir de frente y de no aparentar la perfección. La imperfección me resulta tan jodidamente atractiva… quizás en eso sí sea idiota, o cuando menos masoquista. Idiota o injusto, no lo sé, habría sido no concederle el beneficio de la duda, la presunción de inocencia, cargar sobre ella lo que otras me han hecho. Todos tenemos derecho a dudar y eso no nos hace malas personas ni fumadores compulsivos. Eso sí, no nos engañemos, me habría encantado no ser solo una duda, un sí pero no, un beso a medias y a destiempo; me habría encantado ser tu certeza absoluta y que te pudiesen las ganas. Pero supongo que para eso he llegado tarde a tu vida, o demasiado pronto. El tiempo también es relativo.

He conocido a chicas durante meses a las que no les he abierto ni una pequeña puerta que llevase a mí y sin embargo ahora me encuentro cerrando todas las ventanas a cal y canto para que el frío que me deja este final no me congele hasta enero. He tenido historias de una noche, historias para no dormir y otras que nunca contaré y, no obstante, aquí estoy de madrugada antes de hacer una maleta y coger un avión y escribiendo sobre algo que ni siquiera ha pasado.

Desde luego si algo me llevo de este final de año es que he roto con cualquier bloqueo que tuviese para escribir; he escrito más en este mes que todo lo que resta de año. Creo que eso se lo debo a tu valentía inicial, a mi imprudencia constante, a esos vaqueros que tan bien te quedan y a mis ganas de reescribir la historia e inventarme otro final. A ti no te cambiaría. Supongo que ahora crees que sí pero no lo haría.

No se trata de que me atraigan las historias imposibles, ni de que me aferre a lo que quizás nunca podré tener, ni de que por gusto juegue de antemano a la carta perdedora; se trata simplemente de que hay gente que te mueve y otra que no ¿Qué culpa tengo yo de no poder elegir lo que siente mi cuerpo? ¿Qué culpa tengo yo de que me haya intrigado tanto con tan poco y de que con solo verla bailar y sonreír me haya vuelto loca? Decía Risto Mejide eso de: “Puede que me haya vuelto loco, o viejo, o todo a la vez. Y puede que eso sea lo único que me vaya a volver jamás”.

Siempre he sido muy clara con respecto a lo que quiero en la vida y supongo que hoy me toca ser consecuente. Siempre he dicho que prefiero un montón de altibajos en mi horizonte que uno plano, sentir casi el final del acantilado y canalizar la adrenalina que supone el hacer lo que sientes y lo que realmente quieres hacer. Hoy me toca la otra cara de la moneda, poner las manos para frenar la caída y abrirme de par en par entre estas palabras con la esperanza de emprender de nuevo el vuelo, algún día. Quizás no aquí, quizás no con ella. O tal vez sí, nunca se sabe. Pero volver a volar es siempre el objetivo.

Son las 2:30 de la madrugada y hace un frío que te mueres en esta terraza y aun así sigo retrasando el momento de meterme en la cama. Verás, ayer después de mucho tiempo soñé con esa otra historia que no pudo ser y que me dejó tocada durante años. Soñé que volvía a meterme en un juego que no gané entonces y en el que ahora ya no quiero ni participar. Y fue un poco como una alarma de mi subconsciente, o así me lo tomé, como un aviso de que no se puede tentar a la suerte eternamente, no se puede jugar a ser invencible cuando te rompes a la primera caricia que no te dan. Supongo que hoy ese miedo me ha acompañado. Y a pesar de que esto no es comparable y aunque aprecio tu honestidad durante este tiempo, creo que en parte esa sensación ha hablado por mí, ese miedo a quedarme sola en la última mano de una partida que hace tiempo que terminó. Eso no cambia lo que he dicho pero quizás si aclare el por qué.

Hace tiempo leí que las personas somos como estrellas, cometas, satélites o incluso basura espacial. Supongo que en este caso he ido persiguiendo una estrella fugaz, que brilla por sí sola con luz propia, que probablemente esté muy lejos de mi altura, que quizás no quiera ser alcanzada, o no por estas manos y que, por su naturaleza, debería haberme conformado con que fuese fugaz. Cuando ves una estrella así te pilla tan de sorpresa que a veces no sabes cómo reaccionar. Y yo, que en ocasiones sigo siendo como una niña, del mismo modo que en esa canción infantil sigo soñando que algún día podré ser tan alta como la luna, que podré tocar las estrellas de cerca sin quemarme y que podré observar el cielo cada noche. Llámame soñadora o ingenua, repito, pero no idiota. Idiota habría sido si en el instante en que vi la estrella en vez de pedirle que se quedase un poco más y se acercase a mí, le hubiera pedido que se fuera por el miedo a acostumbrarme a su presencia. Idiota sería decir “vete” cuando lo único que quieres decir es “ven y bésame”.


Así que ya sabes, cuando veas una estrella fugaz ten cuidado porque si parpadeas puedes perdértela, porque cuando quieras acercarte quizás ya se haya ido. Aunque te tiemblen las piernas intenta quedarte quieto en el sitio y disfrutar el momento mientras dure. Recuerda que tienen sus tiempos y que por mucho que tú quieras son ellas las que vienen a ti, nunca tú a ellas. Recuerda que están a años luz de nuestro mundo y que de todos los elementos astronómicos que podías ver son probablemente las más difíciles de conseguir pero también las más gratificantes. Quizás cuando menos te lo esperes y salgas a explorar la noche vuelvas a ver una, quizás no se te cruce ninguna en años y tal vez, sólo tal vez, la misma que viste en una ocasión vuelva a aparecer en forma de mujer. Pero si no es así, sino vuelves a verla, no le guardes rencor por ser estrella y menos por ser fugaz. Da las gracias por las veces que incendió tu noche, recuérdala por lo que fue, ni más ni menos, y deséale suerte en su travesía. La noche sigue. La vida sigue. Y no sólo de estrellas vive el hombre. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario