viernes, 9 de diciembre de 2016

The Weeknd

Ultimamente me siento un poco así, como un pitillo colgando entre tus labios, debatiéndome internamente entre el deseo de que me aprietes entre ellos y el miedo a consumirme antes de tiempo. Ojalá hubiésemos sabido antes que hay cajetillas que no puedes volver a comprar una vez se acaban, que cada una es distinta a la anterior y será distinta a la siguiente. Me quedo con la tranquilidad de que cuando el último pitillo se encienda habré exprimido al máximo cada calada. Y ojalá puedas tú decir lo mismo.


Llevo días escuchando a The Weeknd y Artic Monkeys como si fuese a encontrar en sus letras la respuesta a mis preguntas, como si “Do I wanna Know?”, “Why’d you only call me when you’re high?” o “Love me harder” fuesen a hacer algo más que confundirme y ponerme a partes iguales. Pero supongo que no podría haber encontrado una banda sonora mejor para estos últimos días del año en Barcelona. Más allá de sus letras pasadas de rosca, o de algo más, y de esa aura atormentada que les rodea, no se puede encontrar mejor compañía para tomar chocolate en la oscuridad de mi cuarto mientras imagino que son otras manos las que me tocan.

Podría prometer tantas cosas en este final de año… Sin intención real de cumplir ninguna. Pero a lo que creo que he perdido el derecho es a prometer que esto no volverá a pasar, o al menos no lo haré por deferencia a la verdad ¿Cuántas veces se puede hacer una promesa hasta que deja de tener sentido? ¿Cómo acabo siempre metida en estas situaciones?

No sé qué tiene diciembre que me descoloca cada año… Será esa falsa sensación de que el tiempo se agota, de que lo que no has podido hacer hasta ese momento desaparecerá al terminar el año. Alguien me dijo una vez que estaba demasiado obsesionada con los finales; puede ser porque últimamente he visto más finales que principios, más despedidas que reencuentros, más después que antes. También quiero pensar que es solo una etapa y que, por eterna que parezca, también ella acabará. Y cuando eso pase haremos la fiesta más grande que se recuerde desde que Holly vivía en Nueva York.

Hace algo más de un año que me vine a Barcelona y supe un tiempo después que mi madre sospechaba que me había marchado, entre otras cosas, para alejarme de una chica. No le faltaba razón, sólo que la única chica de la que quería escapar era de mí misma. Quiero pensar que en algún momento en todos estos meses he logrado encontrar un punto medio en el que poder ser yo, sin perder mi esencia pero sin quedarme atrapada en mí misma. Luego hay noches en que mis cimientos tiemblan, mi convicción se vuelve difusa y se me olvidan mis principios; suele suceder, casualmente, cuando veo cerca un final.


Siempre había creído que las mujeres que más peligro tenían eran las que se subían a unos tacones de vértigo, se armaban con vestidos de infarto y desprendían una confianza capaz de comerse el mundo. Pero con los años me he ido dando cuenta de que hay miradas que atrapan más que cualquier escote, que las mujeres de verdad son las que son capaces de mostrarse vulnerables sin perder su entereza y que las que más miedo me dan son las que beben whiskey. Supongo que igual que tardé un tiempo en comprenderme a mí, he necesitado más para entender lo que me gusta. Lástima que lo que uno quiere y lo que puede tener no siempre sean sinónimos ni complementarios. Lástima que los viajes no puedan siempre planificarse y que ahora tenga que volver a casa con la convicción, casi absoluta, de que este año tampoco he conocido aún mi ciudad. 

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