Ultimamente me siento un poco así,
como un pitillo colgando entre tus labios, debatiéndome internamente entre el
deseo de que me aprietes entre ellos y el miedo a consumirme antes de tiempo.
Ojalá hubiésemos sabido antes que hay cajetillas que no puedes volver a comprar
una vez se acaban, que cada una es distinta a la anterior y será distinta a la
siguiente. Me quedo con la tranquilidad de que cuando el último pitillo se
encienda habré exprimido al máximo cada calada. Y ojalá puedas tú decir lo
mismo.
Llevo
días escuchando a The Weeknd y Artic Monkeys como si fuese a encontrar en sus
letras la respuesta a mis preguntas, como si “Do I wanna Know?”, “Why’d you
only call me when you’re high?” o “Love me harder” fuesen a hacer algo más que
confundirme y ponerme a partes iguales. Pero supongo que no podría haber
encontrado una banda sonora mejor para estos últimos días del año en Barcelona.
Más allá de sus letras pasadas de rosca, o de algo más, y de esa aura
atormentada que les rodea, no se puede encontrar mejor compañía para tomar
chocolate en la oscuridad de mi cuarto mientras imagino que son otras manos las
que me tocan.
Podría
prometer tantas cosas en este final de año… Sin intención real de cumplir
ninguna. Pero a lo que creo que he perdido el derecho es a prometer que esto no
volverá a pasar, o al menos no lo haré por deferencia a la verdad ¿Cuántas
veces se puede hacer una promesa hasta que deja de tener sentido? ¿Cómo acabo
siempre metida en estas situaciones?
No
sé qué tiene diciembre que me descoloca cada año… Será esa falsa sensación de
que el tiempo se agota, de que lo que no has podido hacer hasta ese momento
desaparecerá al terminar el año. Alguien me dijo una vez que estaba demasiado
obsesionada con los finales; puede ser porque últimamente he visto más finales
que principios, más despedidas que reencuentros, más después que antes. También quiero pensar que
es solo una etapa y que, por eterna que parezca, también ella acabará. Y cuando
eso pase haremos la fiesta más grande que se recuerde desde que Holly vivía en
Nueva York.
Hace
algo más de un año que me vine a Barcelona y supe un tiempo después que mi
madre sospechaba que me había marchado, entre otras cosas, para alejarme de una
chica. No le faltaba razón, sólo que la única chica de la que quería escapar
era de mí misma. Quiero pensar que en algún momento en todos estos meses he
logrado encontrar un punto medio en el que poder ser yo, sin perder mi esencia
pero sin quedarme atrapada en mí misma. Luego hay noches en que mis cimientos
tiemblan, mi convicción se vuelve difusa y se me olvidan mis principios; suele
suceder, casualmente, cuando veo cerca un final.
Siempre
había creído que las mujeres que más peligro tenían eran las que se subían a
unos tacones de vértigo, se armaban con vestidos de infarto y desprendían una
confianza capaz de comerse el mundo. Pero con los años me he ido dando cuenta
de que hay miradas que atrapan más que cualquier escote, que las mujeres de
verdad son las que son capaces de mostrarse vulnerables sin perder su entereza
y que las que más miedo me dan son las que beben whiskey. Supongo que igual que
tardé un tiempo en comprenderme a mí, he necesitado más para entender lo que me
gusta. Lástima que lo que uno quiere y lo que puede tener no siempre sean
sinónimos ni complementarios. Lástima que los viajes no puedan siempre
planificarse y que ahora tenga que volver a casa con la convicción, casi
absoluta, de que este año tampoco he conocido aún mi ciudad.
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