martes, 9 de febrero de 2016

La única movida que existió en Madrid: Capítulo 3

Pasé mi primer mes en Madrid de bar en bar, de noche en noche. Casi no dejaba tiempo a mi cuerpo para recuperarse de la resaca; principalmente porque cada mañana que me despertaba con dolor de cabeza pensaba en cuánto me gustaría tenerte a mi lado. Así que intentaba volver a dormirme y esa misma noche salía de nuevo. A veces despertaba sola, a veces no sabía ni dónde estaba y en ocasiones unos brazos que no eran los tuyos se aferraban a mí cuando los primeros rayos del día se colaban en la habitación. Podían ser los brazos y las manos más femeninas del mundo que cuando me envolvían traían consigo una sensación de asfixia. ¿Cómo podía ser que hubiese vuelto a caer en eso de besar a una chica mientras pensaba en otra? ¿Cómo era posible que el pasado volviese siempre a mí?


Esos dos primeros meses fui haciendo amigos casi al mismo tiempo que tú te generabas enemigos a pesar de la distancia. Cada vez que contaba nuestra historia mis amigos te tragaban un poquito menos y muchas veces me he encontrado defendiéndote aunque no lo merecieses. He visto la incredulidad en los ojos de gente que me conocía desde hacía poco, pero me resultaba muy difícil explicar nuestra conexión, explicar por qué nos habíamos dejado pasar tantas cosas. Supongo que hay cosas que solo pueden entenderse desde dentro. ¿Entiendes tú algo de lo que hemos hecho en los últimos meses?

Sabes que sigo adorando el viejo hábito de escribir cartas, esa sensación insustituible de ilusión al ver que tienes correspondencia en el buzón y que estás tocando el mismo sobre y el mismo papel que las manos de la persona que lo envía. Mis primeras semanas en Madrid le escribí dos cartas a mi madre y cinco borradores para ti; sobra decir que las tuyas nunca llegaron a salir de mi habitación. Hay sellos que cuesta más poner que comprar. También he escrito varias versiones distintas de la misma historia, la nuestra, y me he dado cuenta aún ahora de que en ninguna de ellas tengo claro lo que sientes.

Lo único que tengo es el mensaje que me mandaste hace unos días, a las cuatro de la mañana, diciendo que me echas de menos. Ojalá fueses así de valiente cuando no tienes alcohol en la sangre. Supongo que entenderás mi confusión cuando las niñas me contaron que acabaste acostándote con un tío esa noche. Supongo que entenderás que no llegase a contestarte.

En este tiempo he pasado de chicas que realmente merecían la pena y, por el contrario, hay noches en las que he acabado con otras que no se merecían ni un segundo de mi tiempo, sólo por borrar de mi mente la sensación de tu presencia. He dedicado horas y horas a perderme por las calles de Madrid, casi como si escapase de alguien o de algo, casi como si tuviese el mismo miedo de no volver a verte que de encontrarte de repente.

He descuidado al resto de nuestras amigas, extendiendo injustamente la frialdad que he intentado imponer entre nosotras; y sólo ahora comprendo que ellas no tenían ninguna culpa del caos que hemos creado. Un viernes por la tarde estaba de camino al apartamento cuando pasé por delante de un pequeño bar que hay en la esquina y me fijé en un grupo de chicas sentadas en la terraza. Mientras ellas apuraban los últimos rallos de sol del día yo no podía evitar echar de menos la sensación de calor que me producía antes el recuerdo de las seis juntas, en cualquiera de esas cenas que se extendían hasta la madrugada. Y mientras cruzaba la calle y las dejaba atrás pensaba en esa última cena de despedida, en cómo te miraba desde el otro lado de la mesa cuando no te dabas cuenta, en cómo las demás tuvieron que apartarte de mí al acabar la noche, cuando casi no te tenías en pie y a mí se me tambaleaba la convicción de marcharme y alejarme de ti. Creo que todas eran conscientes de que si nos hubiesen dejado cinco minutos más solas en ese momento yo te habría devuelto el abrazo y habría parado el tiempo. Pero el tiempo siempre pasa más rápido cuando quieres que se detenga y cuando me di cuenta estabais subidas a un taxi con un destino lejos del mío.

Y cuando me di cuenta llevaba tres meses y medio en Madrid y por fin empezaba a hacer las cosas bien. Hago hincapié en empezar. Volví a hablar con Laura casi a diario y con las demás de vez en cuando, volví a ver la luz del día sin necesidad de ocultarme tras las gafas de sol cada mañana, volví a un ritmo más relajado de salir un par de veces por semana sin necesidad de ahogarme en distintas sustancias para no pensar… volví a pensar en algo más que en ti.

Casi como por arte de magia conocí a alguien de mi mismo barrio, aunque ella lo llamará casualidad. Empecé a trabajar cuidando de su niño de cuatro años varias tardes de la semana. Diana trabajaba en un despacho de abogados, tenía siete años más que yo y empezó a convertirse en mi único punto estable de referencia en un momento en que todo se movía a mi alrededor. Tenía unos ojos casi ámbar, el pelo caoba y tarareaba clásicos de rock cada vez que llegaba a casa, aunque creo que no era consciente de ello. Era tan distinta a ti… tan madura, tan estable, tan coherente y consecuente con lo que hacía y decía que nunca pensé que podría llamarme tanto la atención, yo que era tan tendiente al caos. Pero sobre todo, ni en un millón de años, pensé que alguien como ella pudiese fijarse en mí. Todo fue calando tan poco a poco que no me di ni cuenta, o quizás no me permití pensar que había algo más allá de una relación de trabajo, tal vez el torbellino que había en mi mente a mi llegada a Madrid me impedía ver con claridad. El caso es que con el paso del tiempo me encontré buscando excusas tontas para hablarle por whatsapp los días que no la veía, empecé a alargar el momento de marcharme a mi casa cuando ella llegaba a la suya y empecé a aplazar o cancelar planes de salir cuando me invitaba a quedarme a cenar con ellos.

Y fue después de una de esas cenas, con Pablo ya dormido en su habitación y nosotras sentadas en el salón, cuando empezó a abrirse más conmigo. Me habló de sus sueños cuando era adolescente de viajar por el mundo y conocer algo nuevo cada día y de cómo su vida cambió cuando supo que estaba embarazada. Pero le brillan tanto los ojos cuando está con Pablo que sé que no se arrepiente en absoluto de la decisión de tenerlo. Me habló del padre del niño que murió a los pocos meses de nacer él y de sus escasas relaciones fallidas desde entonces. Se emocionó varias veces y me demostró una sensibilidad y una vulnerabilidad que no había visto hasta entonces, ella que siempre se mostraba tan segura y entera. Entendí entonces que había estado sola estos años por la barrera que se había levantado a su alrededor y por el recuerdo a la pareja con la que creía que iba a compartir su vida, no por falta de pretendientes. Es más, una tarde que me pidió que le llevase a la oficina unos papeles que se había dejado en casa me fijé en que más de uno la miraba comiéndosela con los ojos.

Pero no solo hablamos de ella. Esa noche empezó a cambiar todo precisamente por el interés  y la atención que puso a la hora de saber más sobre mí. Me preguntó cosas que nadie me había preguntado antes y le conté anécdotas que llevaba años sin recordar. Y por pequeños detalles empecé a darme cuenta de que el tiempo que me dedicaba no tenía como motivo el no querer estar sola sino el querer compartirlo conmigo.

Las horas se fueron colando entre nosotras y cada vez había menos espacio separándonos. Cuando nuestras manos se rozaron al coger la copa de vino que me ofrecía temí lo peor. ¿Y si me estaba formando una película en mi cabeza? ¿Y si aquello era demasiado bueno para ser real? Tres copas más tarde me acompañó hasta la puerta cuando dije que tenía que marcharme y acalló todas mis dudas con un beso. No hizo falta más. Cuando me separé de ella, aún embobada, me recordó con su mirada lo especial que me había hecho sentir toda la noche. Y supe que tenía que ir despacio, que por una vez en mi vida no podía permitirme estropear las cosas. Nos besamos una vez más y me despedí hasta el día siguiente.

Me fui a casa contenta como hacía tiempo que no lo estaba, sin ganas de contárselo aún a nadie sino de callármelo un tiempo para mí. Me desperté con la misma sonrisa plantada en la cara a la mañana siguiente, con una sensación de vértigo cuando vi un mensaje de buenos días de Diana; una sensación que por fin tenía algo que ver con algo nuevo y excitante y no con la sombra de cosas del pasado que no pudieron quisieron ser.

Pero en uno de esos giros de la vida, con su incansable deseo y poder de sorprendernos, el timbre de mi casa sonó justo cuando iba a responder al mensaje. Fui a abrir corriendo, aún con la energía que había dejado en mí la noche anterior. Y abrí de golpe sin importarme que aún estaba en pijama y con la melena suelta despeinada.

Se me cambió la cara cuando te vi en el rellano, con una maleta en la mano y el pelo empapado.

- ¿Brenda?


Y así fue como tú y tu imperfecto don del oportunismo volvisteis a aparecer en mi vida cuando menos os esperaba y más os temía. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario