“Creo que va a llegar un día en que nos falle la sonrisa.
Tengo miedo de que un día al mirarte ya no vea a la chica que era mi amiga, a
la que quería con locura y con la que hablaba cada vez que me pasaba algo,
bueno o malo. Tengo miedo a que por lo que hicimos hayamos perdido lo que
éramos, o quizás soy demasiado cobarde para arriesgarme a descubrir un nosotras nuevo. Tal vez sea el final.
Pero en el fondo creo que pese a equivocarnos hicimos lo correcto: nos
arriesgamos, sentimos, vivimos. El problema igual es que éramos dos
blandas a las que les gustaba ir de duras y que nunca supieron reponerse.”
Eso fue lo que le dije la última vez que hablamos, el
último fin de semana antes de coger el avión a Madrid. Tal vez no usé exactamente
las mismas palabras. Tal vez no dije las cosas en el mismo orden. Tal vez no lo
dije todo en voz alta.
Brenda me miraba con sus ojos verdes, a medio camino
entre la sonrisa y el llanto, y yo solo pensaba en las horas que me quedaban
para escapar de allí, para salir corriendo y poner distancia entre las dos. La
situación no era fácil, nos habíamos acostado una vez hacía meses y a la mañana
siguiente se había limitado a decirme que era hetero y que había sido un error.
Vi el miedo tambaleándose entre sus palabras cuando me lo dijo pero no supe
interpretarlo. Y nunca volvimos a hablar del tema. En su mente nunca había
sucedido. Pero mientras yo le decía todo esto hubo un momento en que dio un
paso hacia mí y pareció casi como si fuera a intentar retenerme, como si quisiera
subsanar una herida que ya se estaba tornando cicatriz.
Una de nuestras amigas nos interrumpió para decirnos que
ya podíamos pasar al restaurante; habían planeado una cena para despedirme. Y
cuando volví a mirarla algo había cambiado, algo la había frenado, como si
hubiera recordado que compartíamos amigas, que éramos amigas y que nunca se
había cruzado en sus planes la posibilidad de ser algo más. Antes de que me
diera tiempo a reaccionar ella ya estaba entrando en el local. Y yo me quedé
mirando la puerta a la espera de una contestación que nunca llegó.
Previamente quizás me haya equivocado al decir que me fui
sin despedirme. A mi manera quizás sí me despedí de ella, quizás le dije en
parte lo que sentía, tal vez a la que no despidieron fue a mí.
Podría escribir en mi cabeza mil posibles respuestas,
distintos escenarios a lo largo de la noche en que pudo apartarme del resto del
grupo un momento y decirme algo, lo que fuera, pero decidió ignorar el tema
como lo había hecho todos estos meses, decidió no pensar en que me iba y
beberse una copa por cada cosa que podría haber hecho de forma diferente.
Acabó la noche borrachísima, cogiéndome de la mano a la
salida de un pub como si hubiera olvidado que ya no hacíamos esa clase de
cosas, que ya no compartíamos la complicidad de antes. Intenté estabilizarla en
la calle pese a la poca ayuda de sus tacones, buscando un equilibrio en
nuestras vidas que en ese momento me costaba vislumbrar y ella se agarraba a mi
cazadora casi como aferrándose a nuestra amistad.
Brenda, al igual que yo, era bastante emocional cuando
bebía pero aun así me sorprendió cuando me abrazó y empezó a susurrarme cosas
como: “Ague, ya sabes que yo te quiero”. Estoy segura de que no era consciente
de que también me había dicho te quiero cuando
hicimos el amor aquella noche, estoy segura de que aún no había comprendido en
la vida que ese es el tipo de cosas que solo se dicen si vas a actuar en
consecuencia. Recordé entonces que hacía unas horas, apoyadas en la barra de un
bar entre canción y canción, Laura había mirado hacia Brenda y me había dicho
las siguientes palabras: “Me alegro de que te vayas”. No lo entendí hasta ese
momento.
Mis amigas llegaron y me sacaron a Brenda de encima. Y
una vez más esa noche el alcohol fue su máximo aliado o su mejor enemigo; he de
suponer que olvidó los te quiero de
esa noche como había olvidado los de la primera, porque el único y último
mensaje que tuve de ella antes de subirme al avión ese lunes fue un seco y
tibio:
Buen viaje.
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