Entro
en el bar al que tantas visitas hice hace años. Me freno en seco mientras ella
me aprieta la mano para transmitirme el valor que me falta. Me encantaría decir
que nada ha cambiado en el local, que todo sigue como en aquellas noches de
fiesta, de conciertos, de partidos; pero no es cierto, por supuesto que ha
cambiado, lo han remodelado y no parece el mismo. Ya nada parece lo mismo.
Las veo en la mesa del fondo y una
sensación de calidez me envuelve el cuerpo. Han pasado más de seis años desde
que acabamos la universidad (algunas antes que otras) y nos marchamos de
Santiago. Entonces cada una comenzó una etapa individual que en mi caso no fue
compartida.
Al igual que el
local todo el grupo ha cambiado desde la universidad. Miro sus caras y me
cuesta reconocerlas, más por la falta de contacto con la mayoría que por sus
posibles cambios físicos. Me doy cuenta de que no sé bien quiénes son, qué han
hecho con sus vidas, si se han casado, si son felices… Comprendo que la única
persona que me conoce bien en esa habitación es la chica que me coge la mano y
que presento como mi prometida. En seguida se da cuenta de que en parte me
arrepiento de haber venido a esta reunión.
Es difícil
resumir por qué se rompió ese frágil lazo que nos unía, por qué me cansé tanto
ese último año de carrera, cuánto tardé en conseguir reunirlas a todas ( y eso
que vivía con alguna de ellas) y encontrar el momento adecuado para compartir
mi noticia.
No estaba
enamorada de ninguna de ellas, lo estaba del grupo, en su día, y por eso fue
tan duro el proceso en que me desencanté. No sé hasta qué punto me
correspondían, nunca lo supe; había momentos en que me sentía muy muy querida y
otros en cambio que facilitaron en gran medida mi decisión. Como en toda
relación los primeros meses fueron inesperados, maravillosos, cargados de
sorpresas y aventuras. En las semanas y meses que siguieron comencé a apreciar
la ternura, la confianza, la intimidad (con algunas más que otras). Pero el
segundo año fue difícil. Me replanteaba mi futuro, no lo daba todo por hecho y
cada vez encontraba más complicado compartir momentos con ellas. Llegó un día
en que tampoco yo estaba segura de querer compartirlos. Estaba con más gente
que nunca y me sentía también más sola que nunca, más distinta a ellas cuanto
más las conocía. Y que conste que eso no siempre es malo, pero supongo que
esperaba otra cosa de esta relación. Me pareció que no apreciaban los detalles
que yo trataba de tener o que al menos no los correspondían, que con casi todas
aplazaba las conversaciones difíciles, que me costaba abrirme y ser sincera.
Cuando en el tercer año la montaña de decepciones, discusiones, desencuentros y
desencantos comenzaba a tomar la altura de la de los buenos momentos me planteé
la situación de forma seria. Y lo supe. Tenía que cambiar las cosas, mi vida al
menos.
¿Pero cómo
contárselo? Lo decidí mientras me fumaba mi último pitillo en la ventana de la
que había sido mi habitación durante ese año. Habíamos montado una fiesta por
mi cumpleaños y me pareció el momento perfecto para dejar el tabaco y anunciar
de paso que también las dejaba a ellas. Lo dije entre copa y copa. En un
susurro íntimo. Primero a ella, la única de la que realmente podría haberme
enamorado si me lo hubiera permitido a mí misma. Luego reuní a las demás en la
cocina y lo solté sin pensármelo demasiado. Les dije que me iba pero no el
cuándo, ni el por qué y sobre todo por cuánto tiempo. No les dije que lo más probable
es que no volviera…
Y así fue. No he
vuelto a estar con todas en la misma habitación hasta hoy. Las invité a visitarme al cabo de dos años, cuando ya estaba asentada en una casa y había empezado a construirme otro
futuro. Pero solo vino una. En parte por su espíritu de aventuras, porque ella
tampoco había parado quieta y en parte porque teníamos una deuda pendiente: la
ruta 66. Y en aquel verano del 2016 le di la oportunidad y la excusa perfectas para
visitarme y saldar nuestra deuda. Era además con la que más había mantenido el
contacto. Entendí que las demás no vinieran porque los vuelos eran caros y eran
muchos kilómetros de viaje para ver a alguien con quien llevabas dos años de
escasa comunicación. Y sabía que probablemente en el fondo no me habían
perdonado. Porque hay un detalle que no he mencionado y que es más importante
que el no decirles que si las cosas iban bien no iba a volver, y es que me fui sin
despedirme. En un acto egoísta les quité la oportunidad de un abrazo, una
fiesta, un regalo que llevarme y que me recordase a ellas, unas palabras que me acompañasen en el viaje, la mención tranquilizadora de planes de volver a vernos… Nunca les di la fecha exacta y hasta mentí sobre en qué mes me iba: lo
esperaban al final del verano y me fui antes de que empezara. Y sé que no me lo
perdonaron, aún puedo verlo ahora en sus caras seis años después.
Sobre todo en la de ella.
Durmió conmigo toda la semana desde que anuncié la noticia. Me desperté todas las mañanas con
sus brazos rodeándome pero nunca lo mencioné. No sé si era su forma de
aferrarse a mí, si presentía que me iría pronto y era su manera de pedirme que
me quedara, no sé siquiera si lo hacía de forma consciente pero ella tampoco
mencionó nada.
Nos acostamos por
primera vez mi última noche en mi país. Ese día había dejado pistas de que me
marchaba por toda la habitación: la maleta hecha guardada en el armario con
toda la ropa dentro, el billete de avión en la mesilla, incluso había pasado de
beber esa noche. Pero ella no. Y no sé si fue el alcohol o si sabía que me iba
pero cuando me metí en la cama me besó como nadie me había besado antes, ni
siquiera mis ex novias, como si ese beso pudiera cambiarlo todo. Imposible
definir hasta qué punto lo cambió.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario