Siempre he creído que de haber tenido más tiempo lo habría atrapado en tus
labios. Y aunque fuimos unas inconscientes con respecto a lo que aquello
suponía, temerarias incluso, yo tenía conciencia plena de cómo temblabas en mis
manos.
Aquella noche desgaté mi
memoria y borré todo lo anterior a ti; nunca podría compararte. Reventé mis
sentidos hasta el punto de que todo lo que notaba en mí eras tú. Cada vez que
respirabas como si aquello fuese a ahogarte en cualquier momento. Cada vez que
me agarrabas por si aún quedaba algún espacio entre las dos. Cada vez que me
mordías con impaciencia como si llegase tarde a un momento que llevaras toda la
vida esperando.
¿Qué sentías tú?
¿Notabas mi pulso acelerado
cuando te escondías en mi cuello? ¿O las formas que te dibujaba en la cintura
por debajo de la camiseta? Creo que nunca me he sentido tan torpe con una
chica, pero es que contigo era como volver a empezar. Éramos dos niñas… Nunca
dejamos de serlo.
Tus labios eran el acorde
menor del que Alfred hablaba en Londres, el Nevermind de Nirvana, Woodstock
en el 69 y todas las canciones que a los del Club de los 27 les quedaron pendientes.
Eras el laberinto que te
atrapa para siempre, la sombra de la Maga sobre el puente. Me escribías en la
piel, me quemabas por los ojos, y creí ver en los tuyos el germen de una
revolución. Olías a libro nuevo, sabías a miedo… Aún no sé si tuyo o mío.
Debí decirte aquella noche,
con respecto a nuestro sueño, que no necesitaba recorrer el mundo para saber
que eras las luces de aquel siglo en París. Que aún se habla de ti en los bares
de la movida de Madrid. Y se escucha tu eco en las calles mojadas de Edimburgo.
Dicen quienes te vieron bailar en La Habana que no se ha visto cosa igual, que
le recordabas al verano de Cuba lo que era el calor, que el malecón te echa de
menos al caer la noche. Todavía hay suspiros que te esperan en Venecia; y es
normal, porque yo ya sabía, sin salir de aquel salón, que Sevilla nunca había
visto tanto arte como el que llevabas atrapado en las pestañas.
Del mismo modo que sabía que,
aunque no estuviste allí, le diste la mano a la primera mujer que se puso una
minifalda en Inglaterra, que tú le habrías cedido tu asiento a Rosa Parks en el
bus y que tarde o temprano, aunque te murieses de miedo, te habrías unido a los
disturbios de Stonewall. Todo eso lo tuve claro mientras te besaba en aquel
balcón. Salía de tu cuerpo como si lo llevases censurado y por fin te hubieses
rebelado contra ti misma.
No hay mayor revolución que
la que empieza dentro.
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